viernes, 12 de febrero de 2010

Quinta Semana del Tiempo Ordinario
SÁBADO
San Marcos 8, 1-10


En aquellos días, reunida de nuevo una gran muchedumbre que no tenía qué comer, llamando a los discípulos les dijo:
—Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer; y si los despido en ayunas a sus casas desfallecerán en el camino, pues algunos han venido desde lejos.
Y le respondieron sus discípulos:
—¿Quién podrá alimentarlos de pan aquí, en un desierto?
Les preguntó:
—¿Cuántos panes tenéis?
—Siete, respondieron ellos.
Entonces ordenó a la multitud que se acomodase en el suelo. Tomando los siete panes, después de dar gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los distribuyeran; y los distribuyeron a la muchedumbre. Tenían también unos pocos pececillos; después de bendecirlos, mandó que los distribuyeran. Y comieron y quedaron satisfechos, y con los trozos sobrantes recogieron siete espuertas. Eran unos cuatro mil. Y los despidió.
Y subiendo enseguida a la barca con sus discípulos, se fue hacia la región de Dalmanuta.

Ocurrió uno de aquellos días —un día de tantos— un día en que la gente que te seguía, que te escuchaba, que quería aprender de Ti, se dio cuenta que no tenía que comer. Entonces Tú hiciste una de las tuyas. Llamaste a tus discípulos, y les dijiste: “Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer”. Y añadiste: Algo habrá que hacer. Si los despedimos para que se vayan a sus casas —algunos son de lejos— se van a desmayar por el camino. Si seguimos impasibles, desfallecerán de igual modo. Algo habrá que hacer. ¿Qué podríamos hacer? Decidme algo, vosotros, discípulos míos, amigos míos.
Y tus discípulos —hombres como eran— te dijeron: ¿Y de dónde se puede sacar pan —sólo pan— aquí, en despoblado, para que puedan llevarse un bocado a la boca y no desfallezcan? Y ahí terminó la ayuda. Entonces, Tú preguntaste si había algún pan por allí. Te dijeron que sí, que alguno había. Preguntaste de nuevo: ¿Cuántos panes tenéis? Te dijeron: siete panes. ¡Una miseria, en verdad!
Y Tú, Señor, sabiendo lo que te traías entre manos, mandaste que la gente se sentara en el suelo. Y tomaste los siete panes en tus manos, pronunciaste la acción de gracias, los partiste y los fuiste dando a tus discípulos para que ellos lo distribuyeran. Y así lo hicieron, lo sirvieron a la gente. Hiciste lo mismo con unos cuantos peces. Los bendijiste y mandaste repartirlos. Los repartieron también. Y la gente comió pan y pez hasta quedar satisfecha. ¡Debía saber a gloria bendita aquella comida tan simple!
Y al final de tan improvisada comida, sobraron mendrugos de pan y sobraron trozos de peces, y los recogisteis —no sólo fue limpieza del campo— y se llenaron siete canastas. Y, al final, todo aquel lugar quedó muy limpio. Y eso que gente había “a miles”: cuatro mil, sin contar mujeres ni niños. Después de una breve tertulia, cada uno se fue a su casa. Y Tú, Señor, con tus discípulos, te fuiste a Dalmanuta.

Quinta Semana del T. O.
VIERNES
San Marcos 7, 31-37

De nuevo, salió de la región de Tiro y vino a través de Sidón hacia el mar de Galilea, cruzando el territorio de la Decápolis. Le traen a uno que era sordo y que a duras penas podía hablar y le ruegan que le imponga su mano. Y apartándolo de la muchedumbre, le metió los dedos en las orejas y le tocó con saliva la lengua; y mirando al cielo, suspiró, y le dijo:
—Effetha, que significa: “Ábrete”.
Y se le abrieron los oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y empezó a hablar correctamente. Y les ordenó que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, más lo proclamaban; y estaban tan maravillados que decían:
—Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Y en tu constante caminar, Señor, ibas de un lado para otro. Dejas Tiro y te pasas por Sidón, atravesando la Decápolis, hacia el lago de Galilea. Allí, junto al lago disfrutabas del clima del mar, enseñabas tu doctrina y formabas a “los tuyos”. El agua y el sol, la brisa y el viento..., como te gustaban. ¡Quizás te recordaban estas cosas la fuerza del Espíritu!
Y allí, junto a las aguas, en un momento dado, unos desconocidos te presentaron un hombre sordo. Y te pidieron, Señor, que le impusieras las manos. Tus manos divinas. ¡Qué fuerza y qué poder tenían tus manos! Te pidieron eso, que impusieras tus manos sobre la cabeza del enfermo; su pelo quizás era negro oscuro y raído por el sol.
Y Tú, Señor, sin decir nada, realizaste un hermoso rito: sacaste al joven de entre la gente hacia un lado, le metiste tus dedos divinos en sus roñosos oídos, y con la fuerza de tu saliva le tocaste su lengua de trapo. Y luego miraste al cielo —mientras todos te miraban a Ti— diste un suspiro de amor y dijiste a aquellos oídos sordos y a aquella lengua inútil: effetá, esto es, ábrete, abriros.
Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó la lengua. Y aquel hombre oía y hablaba sin dificultad. Y recitaba acciones de gracias y oía mandatos de amor. Y Tú, Señor, —Tú sabrás por qué— les mandaste callar la boca, que no dijeran nada a nadie. Pero, nada, cuanto más insistías menos caso te hacían —Tú sabrás por qué— y con más insistencia proclamaban tu amor a los hombres.
Y todos fuera de sí decían todo lo hace bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.