lunes, 13 de septiembre de 2010

A LAS AFUERAS DE NAIN
VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T. O.

MARTES
SAN LUCAS 7, 11-17

CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.vatican.va/

Después marchó a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar un difunto, hijo único de su madre, que era viuda. Y la acompañaba una gran muchedumbre de la ciudad. El Señor la vio y se compadeció de ella. Y le dijo:
—No llores.
Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo:
—Muchacho, a ti te digo, levántate.
Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar. Y se lo entregó a su madre. Y se llenaron todos de temor y glorificaban a Dios diciendo:
—Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo.
Esta opinión sobre él se divulgó por toda la Judea y por todas las regiones vecinas.

Habías salido de Nazaret a predicar la Buena Noticia. Caminabas de ciudad en ciudad. Primero a las ciudades de Israel, después a otras de otros pueblos. Te dirigías a Naín. Te acompañaban, como era costumbre, tus discípulos y una gran muchedumbre. Era esta, por entonces, una estampa habitual en los campos de Palestina: Tú el Maestro; a tu lado, tus discípulos y más atrás, las gentes.

Cuando estabais próximos a las puertas de la ciudad, os tropezasteis con un grupo de personas que salía de ella. Se trataba de una marcha fúnebre. Llevaban a enterrar a un joven, hijo único. En primera fila iba la madre, triste, afligida. Más atrás, le acompañaban “una gran muchedumbre”. Llanto y dolor, lágrimas y desconsuelo en los ojos de todos, especialmente en los ojos de la madre que, además, era viuda.

Tú, Señor, le viste enseguida y te compadeciste de ella. Te acercaste a su lado y en voz baja le dijiste: “no llores”. Ella no dijo nada. Siguió llorando. Aunque su llorar estuviera mezclado con un gozo extraño que entonces no acertaba a explicar. Luego, Señor, te acercaste al féretro y pusiste ligeramente la mano sobre él”. Los que lo llevaban se detuvieron”. Luego Tú, Señor, mirando al difunto, dijiste: “Muchacho, a ti te digo, levántate”.

Se hizo un silencio profundo. A todos les pareció eterno, aunque apenas duró unos instantes. El que “estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar”. Y Tú, Señor, con majestuosidad, se lo entregaste a su madre. Madre e hijo se abrazaron y siguieron llorando. El resto de los acompañantes “se llenaron de temor y glorificaban a Dios”. La madre y el hijo también le glorificaban.

Tú, Señor, —aunque el evangelista nada dice— parece te marchaste enseguida. Ni siquiera hubo tiempo para que aquella madre te pudiera dar las gracias con cierta detención, ni tiempo hubo para que los familiares y amigos del difunto te invitaran a sus casas. La gente sólo sabía decir: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros” y “Dios ha visitado a su pueblo”.

Y el milagro “se divulgó por toda Judea y por todas las regiones vecinas”.