sábado, 25 de septiembre de 2010

XXVI DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
EVANGELIO SEGÚN
SAN LUCAS 16, 19-31


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En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: -- Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno, y gritó: "Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas."
Pero Abraham le contestó: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros." El rico insistió: "Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento." Abraham le dice: "Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen." El rico contestó: "No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán." Abraham le dijo: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto."

El Domingo pasado la Palabra de Dios nos hablaba de que no podemos servir a Dios y al dinero, y de lo peligroso que es, para nuestra salud espiritual, vivir pegados al dinero y a las realidades materiales. Este Domingo, la Palabra de Dios nos propone un camino excelente para vencer la tentación de servir al dinero: la fórmula es sencilla: compartir.

Siempre, pero más en estos tiempos de crisis, los cristianos no podemos permanecer insensibles ante las necesidades de los demás, ni podemos disfrutar solos lo que es nuestro: hemos de compartir lo que somos y lo que tenemos con los necesitados. ¿Y qué es compartir? Compartir, dicho es pocas palabras, es un acto de caridad y de justicia, justicia y caridad.

No valen las excusas, no vale decir: que lo hagan otros, los que más tienen. Cada uno ha de estar atento a las necesidades de los demás y ha de ayudarles en la medida de sus posibilidades, que son bastantes más de las que muchas veces nos imaginamos.

¿Y qué podemos compartir? Hemos de compartir nuestro dinero, nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestro cariño...; toda nuestra vida. La Palabra de Dios de hoy nos habla también del juicio de Dios. La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo.

Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Catecismo, 1021-1022).

El rico Epulón del que nos habla el Evangelio vive como si Dios no existiera. Lo tiene todo. ¿Qué falta le hace Dios? Ni ve a Dios ni ve al pobre. Vive a sus anchas, nadando en el placer y en la abundancia. La riqueza y la abundancia le han vuelto ciego: ciego para no ver a Dios, ciego para no ver al pobre Lázaro, ciego y sordo para no escuchar la Palabra de Dios y no abrirse a su luz.

Un tema más que nos habla el Evangelio: Dios ya nos ha comunicado todo lo que nos tenía que decir: por medio de Jesucristo y de la Iglesia el Señor nos ha dejado muy clara cuál es su voluntad y cuál es el camino del bien. Por ello no hemos de pedirle medios espectaculares y extraordinarios, lo que hemos de hacer es abrir nuestro corazón a luz de Jesucristo y de la Iglesia y dejarnos guiar por ella.

“La señal de Dios para los hombres es el Hijo del hombre, Jesús mismo. Y lo es de manera profunda en su misterio pascual, en el misterio de muerte y resurrección. Él mismo es el «signo de Jonás». Él, el crucificado y resucitado, es el verdadero Lázaro: creer en Él y seguirlo, es el gran signo de Dios, es la invitación de la parábola, que es más que una parábola. Ella habla de la realidad, de la realidad decisiva de la historia por excelencia” (cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 260)