martes, 31 de agosto de 2010

Pasados los días de descanso, llegan de nuevo los quehaceres de la "vida ordinaria". Salgo de casa, cruzo la calle y me dirijo al tajo. Atrás quedan horas de paz, largos paseos, amistades nobles, fecundos silencios. Al compás de la Palabra de Dios, sigo mi camino. Te invito a que me sigas. Juntos llegaremos a la meta.


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VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T. O.

MIÉRCOLES
SAN LUCAS 4, 38-44

CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.diocesispalencia.org/

Saliendo Jesús de la Sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón tenía una fiebre alta, y le rogaron por ella. E inclinándose hacia ella, conminó a la fiebre, y la fiebre desapareció. Y al instante, ella se levantó y se puso a servirles.
Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolen-cias se los traían. Y él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. De muchos salían demonios gritando y diciendo:
—Tú eres el Hijo de Dios.
Y él, increpándoles, no les dejaba hablar porque sabían que él era el Cristo.
Cuando se hizo de día, salió hacia un lugar solitario, y la multitud le buscaba. Llegaron hasta él, e intentabandetenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo:
—Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado.
E iba predicando por las Sinagogas de Judea.

Acudías, Señor, como un buen israelita a la Sinagoga. Allí escuchabas la palabra de Dios; y, a veces, también la comentabas. Algunos días, te acompañaban tus discípulos. Esta vez, parece que estaba Pedro al menos contigo. Así se explica que al salir de la Sinagoga, entrases con él en su casa.

Por cierto, aquel día, la suegra de Simón estaba con fiebre muy alta. El mismo Pedro y quizás otras personas te rogaron que fueras a interesarte por su salud. Entraste, pues, en la casa, y llegaste hasta donde ella estaba. Te inclinaste ligeramente sobre la enferma y, al poco, la fiebre desapareció. Así de fácil, así de hermoso.

Por este favor y por tu presencia hubo alegría en aquel hogar. Los recién llegados seguisteis hablando de lo que os preocupaba: de los fariseos, del valor de tu doctrina, del Reino de los Cielos, de actividades. La suegra de Pedro, al instante, “se levantó y se puso a servir”.

Grata sería la comida y la sobremesa agradable. Así las cosas, ocultado el sol en el horizonte, comenzaron a llegar hasta Ti, venidos unos por su cuenta, enfermos, necesitados; otros eran llevados por sus familiares o amigos. Y Tú, Señor, ¡qué maravilla! los curabas a todos. Sólo con poner las manos sobre ellos. Algunos grita-ban, todos te lo agradecían. Pero Tú no les dejabas hablar. Al fin, llegó la noche (...).

Cuando se hizo de día, saliste a un lugar solitario. Te gustaba el silencio, la soledad. Pero, también allí, la gente te buscaba. Algunos llegaron hasta Ti y quisieron convencerte para que no te “aleja-ras de ellos”. Pero Tú, Señor, que sabías más, les dijiste que te esperaban también otras gentes. Y poco después saliste de allí e ibas predicando por las Sinagogas de Judea.

domingo, 1 de agosto de 2010


ATENCIÓN:

Para llamar la atención, se suele decir: ¡cuidado con el tren!; o también: ¡ojo con la hora!.

Los que leéis el texto evangélico de cada día y la breve reflexión que lo acompaña en este blog, para seguirlo, tenéis que darle a la flechica de la derecha e ir elevando el escrito hasta llegar al día deseado. Desde mañana martes, día 3 de agosto, hasta el martes día 31 de agosto, este será el sistema a seguir. El texto evangélico va en rojo y los comentarios en negro.

Que aprovechéis bien estos días de descanso, cerca de Dios, de los vuestros, del sol y el aire. Hasta finales de agosto, si Dios quiere. Volveremos a seguir el esquema ordinario. Un saludo muy cordial.

JOSÉ AMRÍA CALVO DE LAS FUENTES


DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 14, 22-36

Y enseguida Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedirla, subió al monte a orar a solas. Cuando se hizo de noche seguía él solo allí. Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se asustaron y dijeron:
—Es un fantasma; y llenos de miedo empezaron a gritar.
Pero al instante Jesús les habló:
—Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo.
Entonces Pedro le respondió:
—Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.
Él le dijo:
—Ven —le dijo él.
Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar:
—¡Señor, sálvame!
Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:
—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?
Y cuando subieron a la barca calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo:
—Verdaderamente eres Hijo de Dios.
Acabaron la travesía y llegaron a tierra a la altura de Genesaret. Al reconocerlo los hombres de aquel lugar mandaron aviso a toda la comarca y le trajeron a todos los que se sentían mal, y le suplicaban poder tocar aunque sólo fuera el borde su manto. Y todos los que lo tocaron quedaron sanos.

A veces tenías que tomar decisiones enérgicas y prácticas. Esta vez fue una de esas ocasiones. Con decisión mandaste a tus discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras Tú despedías a la gente. Tras la despedida, subiste Tú solo al monte a orar. Era entrada la noche y seguías allí, Tú solo.

Mientras, la barca se había alejado de la orilla. Y fue, entonces, cuando vino una gran tormenta. La noche estaba obscura, el viento era contrario. De repente, allá por la cuarta vigilia, llegaste hasta tus discípulos, andando sobre el mar. Al verte, los discípulos se asustaron, pensaban que eras un fantasma. Comenzaron a gritar.

Pero Tú, con calma, les hablaste: tened confianza, soy Yo, no tengáis miedo. Entonces, Pedro te dijo: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. Y le dijiste: ven. Y Pedro fue, pero aterrorizado comenzó a hundirse y se puso a gritar como un niño: Señor, sálvame.

Y Tú le echaste una mano. Y luego le dijiste: Pedro, sigues si tener una fe recia: sigues dudando. Y, ya en la barca, con el viento calmado, Pedro y los demás, puestos de rodillas, te adoraron, mientras decían una y otra vez: “verdaderamente es Hijo de Dios”.

Ojalá todos los hombres y mujeres de este siglo y de todos los siglos, puestos de rodillas ante el Sagrario, digamos con fe y esperanza, adorándote: “verdaderamente Tú, Señor, eres el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador”.

DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 15, 21-28

Después que Jesús partió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar:
—¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio.
Pero él no le respondió palabra. Entonces, se le acercaron sus discípulos para rogarle:
—Atiéndela y que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros.
Él respondió:
—No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Ella, no obstante, se acercó y se postró ante él diciendo:
—¡Señor, ayúdame!
Él le respondió:
—No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Pero ella dijo:
—Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos.
Entonces Jesús le respondió:
—¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres.
Y su hija quedó sana en aquel instante.

Tras el ajetreo de la jornada anterior o quizás después de varias jornadas sin descansar, te dirigiste, Señor, allí donde podías encontrar sosiego, tranquilidad, descanso. Esta vez, te fuiste a la tierra de Tiro y de Sidón. Algún amigo, acaso, te había ofrecido cobijo en su casa, donde podrías descansar un poco; conversar con tus discípulos con más paz y atender a otros que llegaran a saludarte; y, además, podrías programar nuevas salidas, hacer nuevos planes apostólicos.

Pero no era tan fácil descansar, Señor. Enseguida, una mujer cananea, al enterarse de que Tú andabas por allí, llegó hasta donde Tú estabas y comenzó a gritar: “Ten piedad de Mí y ten piedad de mi hija”. Las dos lo estamos pasando mal. Ella sufre y yo también sufro. Haz algo por nosotras. Tú que lo puedes todo. ¡Haz pronto algo por nosotras!

Y Tú, Señor, no le contestaste ni palabra. Cosa extraña en Ti, siempre tan educado, tan servicial, tan amable. Tus discípulos tampoco estaban por la labor. Al contrario, se encontraban molestos, tanto que se llegaron hasta Ti y te dijeron: Señor, despídela porque viene gritando detrás de nosotros. Los gritos siempre molestan y, si son gritos fuertes y duraderos, molestan más.

Más Tú, acto seguido, dirigiéndote a aquella mujer, le dijiste: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Pero la cananea, no se arrugó, tenía claro su objetivo: llegar a Ti. Y se acercó y se postró a tus pies: y te dijo: Señor, ayúdame. Y Tú: no está bien dar el pan de los hijos a los perrillos; y ella: al menos permíteme las migajas que caen de la mesa; y Tú: Mujer, qué grande es tu fe.

Y, tras los gritos de la Cananea, las protestas de los discípulos, la aparente falta de tu interés por aquella extranjera, llegó la hora de la verdad, la hora de escuchar, Señor, tu veredicto: mujer, que sea como Tú quieres. ¡Qué bonito final! ¡Qué alegría la de aquella mujer! ¡Qué sorpresa en tus discípulos!

Luego, más tarde, aquella buena madre se enteró que su hija quedó sana en aquel instante. ¡Cuánto tenemos que aprender!

DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 16, 13-20

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:
—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos respondieron:
—Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas.
Él les dijo:
—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondió Simón Pedro:
—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió:
—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos. Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.
Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:
—¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.
Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo:
— ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.

En vuestros desplazamientos, Señor, caminaríais unas veces en pequeños grupos, otras, cuando las distancias eran más largas, todos juntos llegando a la vez al lugar de destino. Esta vez, según el evangelista, parece que tus discípulos llegaron al lugar prefijado antes que Tú. Tú lo hiciste algo más tarde.

El caso es que “cuando tú llegaste a la región de Cesarea de Filipo, comenzaste a preguntar a tus discípulos”, qué decían los hombres de Ti; qué decían ellos. Fueron dos preguntas sencillas, breves: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?; y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”

A la primera pregunta tus discípulos respondieron —quizás hablando todos a la vez— lo que habían observado a lo largo de los días que llevaban a tu lado. Diversas fueron las respuestas, parecidas, pero con distintos matices: unos, Juan el Bautista, otros, Elías, otros, Jeremías u otro profeta.

A la segunda pregunta, más complicada y comprometida, respondió sólo Pedro y dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Hermosa respuesta. Y aunque habló sólo Pedro, por el contexto del texto, ese era el sentir de los doce.

A continuación, Tú, Señor, pronunciaste unas importantes palabras, que aunque fueron dirigidas de modo directo a Pedro, todos las recibieron como dichas a cada uno. Y a Pedro le concediste el poder de atar y desatar en la Iglesia. Y a todos les pediste que de momento no dijeran que Tú eras el Cristo.

Sobre Ti, Señor, hoy como ayer, como entonces, unos dicen una cosa, otros opinan otra. Yo, como Pedro entonces y hoy tantos cristianos, repito con voz fuerte y vigorosa: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.


DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 16, 24-28

Entonces les dijo Jesús a sus discípulos:
—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí la encontrará. Porque, ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? Porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta. En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean al Hijo del Hombre venir en su Reino.

Acababas de anunciar a tus discípulos, Señor, que ibas a ser condenado, que ibas a padecer mucho, que ibas a morir. Aunque también les habías anunciado que al tercer día resucitarías. Pero ellos, llevados del cariño que te tenían, trataron de convencerte para que eso no sucediera. Por lo que Tú, Señor, tuviste que ponerte serio y con energía insistir que esa era la voluntad de Dios.

En ese ambiente tenso y difícil, presentaste con claridad y brevedad, a tus discípulos, las exigencias para seguir tus pisadas, para ser tus discípulos: renunciar a la propia voluntad, tomar la cruz, caminar detrás de Ti. La propuesta era, pues, exigente, clara, precisa.

Se entiende tu exigencia porque lo que está en juego en seguirte a Ti, Señor, es algo esencial: si la respuesta es positiva está la vida; si la respuesta es negativa, está la muerte. Tú, Señor, eres el Camino para llegar a la Vida; Tú eres la Verdad, para encontrar el camino; Tú eres Vida, que exiges, para encontrarla, perderla.

¿Ante tus palabras, hubo silencio? Es posible que tus discípulos volvieran a pensar en sus bienes, en sus barcas, en sus casas, en sus posesiones. Y por eso, nadie probablemente dijo nada. Tú, Señor, insististe que lo importante es ganar la Vida aunque se pierdan las posesiones, las cosas materiales, incluso el mundo entero, la gloria, el poder, la fama.

Ayúdanos, Señor, como entonces, a reparar en la gloria del Padre, en la felicidad que durará para siempre, en la vida eterna. Y generosamente respondamos con libertad. El premio será según la conducta de cada uno. Tus discípulos, Señor, respondieron afirmativamente, te siguieron, acertaron.

Desde la debilidad de mi oración, te pido me ayudes a negarme a mí mismo, cada día, y a decidirme también cada instante a tomar mi cruz —que es la tuya— y seguirte. Tú eres ejemplo y cirineo en mi camino.

DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 17, 14-20

Al llegar donde la multitud, se acercó a él un hombre, se puso de rodillas, y le suplicó:
—Señor, ten compasión de mi hijo, porque está lunático y sufre mucho; muchas veces se cae al fuego y otras al agua. Lo he traído a tus discípulos y no lo han podido curar.
Jesús contestó:
—¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo aquí.
Le increpó Jesús y salió de él el demonio, y quedó curado el muchacho desde aquel momento. Luego los discípulos se acercaron a solas a Jesús y le dijeron:
—¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?
— Por vuestra poca fe —les dijo—. Porque os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, podrías decir a este monte: “Trasládate de aquí allá”, y se trasladaría, y nada os sería imposible.

La multitud casi siempre te seguía, iba detrás de Ti, pisaba en tus pisadas. Esta vez fue al revés, Tú, Señor, te acercaste “donde estaba la multitud”. Quizás saludaste a todos a la vez, con un gesto o una palabra. El caso es que un buen hombre se puso de rodillas delante de Ti y te suplicó:

Señor, ten compasión de mi hijo, porque está lunático y sufre mucho; muchas veces se cae al fuego y otras al agua. La cosa era seria. El buen hombre, buen padre, pedía la curación para su hijo.

Lo había intentado con tus discípulos, pero nada. No habían podido. Se ve que la cosa era difícil. Por eso, apenas llagaste Tú, Señor, el buen padre te pidió hicieras algo por él y por su hijo.

Entonces Tú, Señor, seria la mirada, dijiste: ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Y pediste le acercaran. Y, sin más, echaste al demonio, el demonio salió de él y quedó curado el muchacho desde aquel momento. El padre quedó feliz y también el hijo.

Un poco más tarde, cuando todos se marcharon, te preguntaron los discípulos: ¿por qué nosotros no hemos podido expulsarlo? Y Tú les dijiste, sin tapujos, con claridad: por vuestra poca fe. Para estas cosas se necesita fe, algo de fe. Por lo menos, como un grano de mostaza.

Y, con cierta sorna y utilizando el sentido del humor, dijiste: si tuvierais fe, de verdad, haríais maravillas. ¡Hasta trasladaríais montañas! ¡Nada sería imposible! Pero para eso, se necesita más fe. ¡Señor, danos más fe!

DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 14, 22-36

Y enseguida Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedirla, subió al monte a orar a solas. Cuando se hizo de noche seguía él solo allí. Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se turbaron y dijeron:
—Es un fantasma! —y llenos de miedo empezaron a gritar.
Pero al instante Jesús les habló:
—Tened confianza, soy yo, no temáis miedo.
Entonces Pedro le respondió:
—Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.
—Ven — le dijo él.
Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar:
—¡Señor, sálvame!
Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:
—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?
Y cuando subieron a la barca se calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo:
—Verdaderamente eres Hijo de Dios.
Acabaron la travesía y llegaron a tierra a la altura de Genesaret. Al reconocerlo los hombres de aquel lugar mandaron aviso a toda la comarca y le trajeron todos los que se sentían mal, y le suplicaban poder tocar aunque sólo fuera el borde su manto. Y todos los que lo tocaron quedaron sanos.

En esta ocasión, mandaste con autoridad, Señor, a tus discípulos que subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla. Tú mientras, despidiéndote de unos y de otros, ibas dejando una palabra de aliento a los débiles, una caricia a los niños, un gesto de agradecimiento a todos. Luego subiste a la montaña.

Y cuando te encontraste, solo, en la intimidad más absoluta, en un claro del monte, comenzaste a orar. ¡Qué diálogo tan profundo mantendrías con tu Padre y con el Espíritu Santo! Quizás tu oración, esta vez, discurrió, en términos parecidos a estos: “«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños”. (Mt, 11-25). O acaso, dirías: ¡Padre cuida de estas buenas gentes! ¡Cuida de ellos Padre! ¡Ven Espíritu Santo sobre estas personas tan sencillas! Y en oración profunda, permaneciste hasta bien entrada la noche.

Mientras, la barca, guiada por tus Apóstoles, recorría su camino. En un momento dado, el viento comenzó a soplar y la barca era sacudida por las olas. Cada vez era más de noche y el viento arreciaba cada vez más. Y Tú, Señor, entre vientos y obscuridades comenzaste a caminar sobre las aguas del mar. Y llegaste hasta la barca. Cuando tus discípulos te vieron les pareciste un fantasma. Y ellos llenos de miedo comenzaron a gritar.

Tú, Señor, suave la voz, les hablaste de paz, de sosiego, de calma. Y les dijiste que tuvieran confianza, que se sosegaran un poco. Y Pedro, impetuoso, pidió de inmediato una prueba a tus palabras: “manda que yo vaya a Ti sobre las aguas”. Y Tú: Ven. Y él comenzó a andar sobre las aguas, pero a causa del viento y de su falta de fe, al comprobar que se hundía, se puso a gritar: ¡Señor, sálvame!

Y con mano poderosa le salvaste, no sin recriminarle su falta de fe. Luego Pedro, a solas, a tu lado, como haría más tarde en otro momento, comenzaría a llorar. Y entre suspiros y lágrimas de placidez y de bonanza, subisteis a la barca. El viento se calmó. Y tus discípulos puestos de rodillas adorándote, te reconocieron como Hijo de Dios.

Poco después la barca llegó a tierra. Allí os esperaba mucha gente. Y la gente al comprobar que también estabas Tú, comenzó a hablar de ti y a avisar a toda la comarca. Y te trajeron enfermos para que los sanaras y muchos de ellos deseaban al menos tocar el borde de tu manto. Los que lo hacían quedaban curados.

Señor, que siempre esté a tu lado.

DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN MATEO 17, 22-27

Cuando estaban en Galilea les dijo Jesús:
—El Hijo del Hombre debe ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará.
Y se pusieron muy tristes.
Al llegar a Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del tributo y le dijeron:
—¿No va a pagar vuestro Maestro el tributo?
—Sí.— respondió.
Al entrar en la casa se anticipó Jesús y le dijo:
—¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?
Al responderle que de los extraños, le dijo Jesús:
—Luego los hijos están exentos; pero para no escandalizarlos, vete al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estáter; lo tomas y lo das por mí y por ti.

Señor, estabas en Galilea. Contigo estaban también tus discípulos y otras gentes que te seguían entusiasmadas. Y estaba yo y estabas tú que lees estas líneas. Y estaban —si se puede hablar así— todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Y fue allí, en Galilea, cuando Tú, Señor, dijiste estas palabras: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará.

Escuchar estas palabras, fue como recibir un jarro de agua sobre la cara. Ibas a ser entregado; te iban a matar; ibas a morir —cierto que resucitarías al tercer día—. Comprendo el resumen que hace el evangelista de aquel momento: “Y se pusieron muy tristes”. Era para ponerse tristes; era para llorar. Yo ahora también lloro, y me entristezco.

Y con este fardo a las espaldas, con esta tristeza en el alma, paso a paso, llegasteis a Cafarnaún. Durante el camino no se oía más que el golpeteo de vuestras pisadas, el vaivén del manto de cada uno, algún sollozo y la respiración profunda de todos. La tristeza estaba dejando huella.

Ya en Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del tributo y le dijeron: ¿va a pagar vuestro Maestro el tributo o no? Y Pedro —lleno de pena que estaba— volviendo la cara, respondió que sí; que pagaría. Y siguió rumiando las palabras poco antes escuchadas: “lo matarán..., resucitará”.

“Al entrar en casa”, Tú, Señor, le preguntaste a Pedro que de quiénes reciben tributo o censo los Reyes de la tierra, ¿de los hijos o de los extraños? El te dijo que de los extraños. Y Tú matizaste: luego los hijos están exentos. ¡Qué conversación más espontánea! ¡Qué repuesta más aleccionadora!

Y seguiste: pero para no escandalizarlos, Pedro, vete al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estáter; lo tomas y lo das por Mí y por ti.

El evangelista termina aquí el relato. Nada dice sobre si Pedro fue al mar, si echó el anzuelo, si picó el pez, si lo sujetó con fuerza, si lo cogió y si finalmente pagó por él y por Ti, Señor. Pedro yo sé que lo hizo. Tus palabras eran su alimento. Yo también prometo obedecerte.


DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 18,1-5. 10.12.14

En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
—¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?
Entonces, llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo:
—En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que vengan los escándalos. Sin embargo ¡ay del hombre por cuya culpa se produce el escándalo! Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida manco o cojo, que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos de ti. Más te vale entrar tuerto en la Vida, que con los dos ojos ser arrojado al fuego del infierno.
»Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, pues os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.
¿Qué os parece? Si a un hombre que tiene cien ovejas se le pierde una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se le había perdido? Y si llega a encontrarla, os aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se habían perdido. Del mismo modo, no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños.

Es posible que estuvieras planeando nuevas correrías, o tal vez descansando de la larga jornada anterior, o quizás atendiendo alguna petición o algún ruego urgente. En cualquier caso, tus discípulos se acercaron a Ti, Señor, para preguntarte algo. Algo que les preocupaba y que, como hombres que eran, querían conocer: ¿quién sería el mayor en el reino de los cielos?

Tú, Señor, contestaste no sólo con palabras sino también con hechos. Llamaste a un niño, lo pusiste en medio de ellos y dijiste: Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos. De una pregunta hecha por simple curiosidad, apareció una respuesta sumamente práctica.

Y a continuación, Señor, despejaste la curiosidad, hablando de la necesidad de la humildad y de la igualdad a la hora de hacer el bien: hacerse como niños y amar a Dios en los demás. Tus discípulos no dijeron nada. Quizás no te entendieron. Acaso se contentaron con contemplar la cabellera de aquel niño que tuvo el honor de ser llamado por Ti, o los ojos saltones y traviesos de aquella criatura que Tú, Señor, pusiste de modelo.

Acaso el ropaje de aquel niño no era rico, ni sus sandalias elegantes, pero porque Tú, Señor, sabías que el aprecio de aquel niño y de todos los niños es por el valor de su persona, dijiste también: Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.

La lección iba “subiendo en importancia”. Habías llegado, Señor, hasta Tú Padre del cielo, hablaste de tu Padre Dios, de los ángeles que contemplan su rostro, de la sublimidad de la persona. Y nadie decía nada. Te escuchaban a gusto como yo ahora te escucho. Porque en el silencio de esta conversación oigo, de nuevo, la alabanza que haces a la humildad, a la sencillez, a lo pequeño.

Y, más tarde, preguntaste por cosas presentes, por asuntos del momento, por quehaceres de esta tierra: lo del pastor, lo de las cien ovejas, lo de la oveja perdida y buscada y el encuentro y todo aquello tan hermoso.

Y, como final, nos dejaste una sentencia llena de confianza y que ha cambiado tantas vidas y ha rehecho tantos caminos: no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno sólo de estos pequeños.

Los Apóstoles ahora entendieron la ventaja de hacerse pequeños; de hacerse niños, de volver a nacer. Yo también lo entiendo y tú y todos.

DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 18, 15-20

»Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano.
»Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
»Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

¡Qué hermoso es vivir la unidad entre los hermanos! ¡Y qué triste el enfrentamiento y la división entre ellos! Tú lo sabías bien, Señor. Tú sabías que esa unidad, a veces, podía romperse, quebrarse. Por eso, diste a tus apóstoles y también a nosotros unas cuantas normas precisas para cuando esa unidad se fragmentase.

Fueron tus consejos, toda una lección práctica: primero entenderse a solas con quien te haya ofendido; si no te escucha, apoyarse en uno o dos testigos; si no se logra nada, acudir a la autoridad de la Iglesia; y si a ésta se resiste, tener a ese tal por pagano y publicano.

Te pido, Señor, que cuando tenga que recorrer estos estadios —quizás muchas veces—, me deje guiar en el camino; con tu ayuda seré más diligente, más mesurado, más eficaz. Sólo así restañaré la unidad perdida o ayudaré a que se restablezca.

Enseguida pasaste a otro asunto también importante. Hablaste de atar y desatar; de atar en la tierra y de atar en los cielos. Leo en nota: la Tradición de la Iglesia ha entendido estas palabras tuyas, Señor, en su sentido genuino: “Las palabras atar y desatar significan: aquél a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios” .

Luego, Señor, subrayaste el valor y el poder de la oración en común. Esta afirmación debió de ser para tus discípulos, reveladora de tu carácter divino, pues había una expresión contemporánea que decía que, cuando dos hombres se reúnen para ocuparse de las palabras de la Ley, Dios mismo está en medio de ellos .

Tres grandes lecciones, Señor: la práctica de la fraternidad, la potestad de los pastores y la oración en común. Que sepamos vivirlas.

DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 18, 21-19,1

Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:
—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?
Jesús le respondió:
—No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: «Págame lo que me debes». Su compañero, se echó a sus pies y se puso a rogarle: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Pero no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: “Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tu también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?” Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.
Cuando terminó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán.

Se ve que el asunto del perdón, Señor, había inquietado a tus discípulos. Es muy probable que fuera tema de conversación entre ellos, una y otra vez. Tenían claro que había que perdonar, pero ¿hasta cuándo? ¿cuántas veces había que ser generosos y perdonadores? No lo sabían. Lo mejor sería preguntar. Entonces se acercó Pedro y te preguntó: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete veces?

Y Tú: ¿siete?, no hombre, no; muchas más; echa más lejos la red del perdón. No siete, sino hasta setenta veces siete. Que era como decir, siempre que haga falta; siempre que sea necesario. Pedro debió quedarse aturdido. Ni siquiera se atrevió a hacer un gesto de admiración o de extrañeza. ¡No podía creer lo que oía! Se limitó a abrir los ojos y callar.

Y Tú, Señor, sin darle más importancia —estabas tan acostumbrado a perdonar— seguiste hablando y contaste lo del rey, lo de las cuentas que le debían; lo de aquel siervo que le debía al rey diez mil talentos y cómo el Rey se lo había perdonado; y lo que pasó con un compañero de este siervo que tuvo que ir a la cárcel hasta que pagase; y que si se lo habían contado al rey y que éste lo entregó a los verdugos hasta que pagase toda la deuda; y que así haría tu Padre con nosotros si no perdonamos de corazón al hermano.

En fin, toda una lección: deudas y perdones; medidas divinas y medidas humanas. Y Pedro tras aquella pregunta de cuántas veces y el comportamiento de aquellos siervos y compañeros, no supo reaccionar. En su cabeza de pescador no cabía tanta generosidad y tampoco entendía tanta mezquindad.

Tú, Señor, cuando terminaste estos discursos, estas lecciones, partiste de Galilea, y te dirigiste a la región de Judea, al otro lado del Jordán. Quizás quisiste echar tierra por medio, pasar a la otra orilla, dar tiempo al tiempo.

¡Qué paciencia tenías, Señor, con tus discípulos! ¡Y qué paciencia sigues teniendo con nosotros!


DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 19, 3-12

Se acercaron entonces a él unos fariseos y le preguntaron para tentarle:
—¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?
Él respondió:
—¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unido, que no lo separe el hombre.
Ellos le replicaron:
—¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?
Él les respondió:
—Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así. Sin embargo, yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer —a no ser por fornicación— y se una con otra, comete adulterio.
Le dicen los discípulos:
—Si esa es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse.
—No todos son capaces de entender esta doctrina —les respondió él—, sino aquellos a quienes se les ha concedido. En efecto, hay eunucos que así nacieron del seno de su madre; también hay eunucos que así han quedado por obra de los hombres; y los hay que se han hecho tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda.

Los fariseos, Señor, no perdían ocasión para ponerte a prueba. Parece que no te dejaban ni a sol ni a sombra. A la mínima que se les presentaba, se acercaban hasta Ti y procuraban ponerte en apuros. Te interrogaban —no para saber— sino para tentarte; no para aprender sino para censurar.

La pregunta aunque clara, llevaba doble intención. ¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? Me imagino el rostro burlón del fariseo que formuló la pregunta. Tal vez, mientras te interrogaba, se recogía los pliegues del manto, en actitud de suficiencia.

Pero Tú, Señor, les respondiste: ¿Todavía no habéis leído lo que dice la Ley? Pues leedlo. Y, si lo habéis leído, recordad lo que ordena. Tu salida Señor, como siempre, fue airosa, inteligente. Acudir a la autoridad de la Ley, confirmando así lo dicho en la Antigua Alianza.

Ellos replicaron: “¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?” De nuevo volvió la sonrisa socarrona a los labios de aquel fariseo. Y, tal vez, dio una vuelta más al manto dirigiendo una mirada a los allí presentes. Y en su mente, la seguridad de haberte acorralado.

Más Tú, Señor, sin darte por vencido, le respondiste: Vale lo de Moisés, vale, pero al principio no fue así. Por la dureza de vuestro corazón, lo permitió Moisés, pero al principio no fue así. Por lo tanto, sabedlo bien, quien repudie a su mujer comete adulterio. Y aquellos fariseos se fueron con las orejas gachas, los pliegues del manto estirados y bastante resquemor en sus almas.

Poco después, los discípulos te hicieron otras preguntas. Tú, Señor, con paz y serenidad, les adoctrinaste y con ellos, también a nosotros sobre la grandeza del matrimonio indisoluble y el valor del celibato por el Reino de los cielos. ¡Luego cada caminante siga su camino!

Y terminaste con una de esas muletillas que solías emplear: quien sea capaz de entender que entienda. Después, a buen seguro, tomarías una frugal comida con “los tuyos”, disfrutarías de una conversación distendida con ellos, descansarías un rato para luego continuar la faena.

DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 19, 13-15

Entonces le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús dijo:
—Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos.
Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.
“Entonces”, así, sin más precisión, se acercaron hasta Ti, Señor, un grupo de padres —quizás de madres— y te “presentaron unos niños para que les impusieras las manos y orases”. Me imagino el griterío, me imagino el jaleo de aquellos niños, en los brazos de sus madres si aún eran pequeños, o correteando a tu alrededor si ya eran un poco mayores.

La intención de quienes llevaron los niños hasta Ti, era buena; que les impusieras las manos sobre sus cabezas y orases por ellos. La imposición de manos conllevaba unas fuerzas muy significativas y estaba cargada de un significado grandioso; y, además, orar por ellos. Tú orabas por todos, pero ahora —o sea entonces— te presentaban unos niños para que orases por ellos.

La intención, pues, era buena, pero el jaleo eran grande. Tan grande que según tus discípulos rompían la paz de tu descanso; dificultaban la conversación personal que quizás mantenías con alguno, por lo que se vieron en la obligación de reñirlos. Me imagino a tus discípulos dando voces a aquellos “renacuajos”; mientras ellos correrían felices de un lugar para otro.

Y “ante esto”, cómo chocan tu actuación y tus palabras: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo. Dejad a los niños, dejad que se acerquen a Mí ¡Qué hermoso tu comportamiento, qué consoladora tu actitud! Yo y tu, niños, juguetones, atrevidos, podemos con total confianza acercarnos a Ti.

Y “ser como ellos”, porque de los que son “niños”, pequeños, humildes, sinceros, leales, juguetones, de esos es el Reino de los cielos. Impón también sobre mí, sobre nosotros, Señor, tus manos; intercede por nosotros. Gracias, Señor, porque nos quieres y porque no te importa que a veces seamos traviesos, rompamos tu tranquilidad y sosiego.

Y después de imponerles las manos, Señor, te marchaste de allí. De “allí”, así sin más precisión. “Entonces”, que quiere decir siempre; de allí, que significa en todo lugar. Tú, Señor, siempre acogiendo, bendiciendo, orando por nosotros. Quiero, Señor, también ahora y aquí, acercarme a Ti, para que impongas tus manos sobre mi cabeza y ores por mí.

VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 15, 21-28

Después que Jesús salió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar:
—¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí!
Mi hija está poseída cruelmente por el demonio.
Pero él no le respondió palabra. Entonces, acercándose sus discípulos para rogarle:
—Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros.
Él respondió:
—No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Ella, no obstante, se acercó y se postró ante él diciendo:
—¡Señor, ayúdame!
Él le respondió:
—No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Pero ella dijo:
—Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos.
Entonces Jesús le respondió:
—¡Mujer, que grande es tu fe! Que sea como tú quieres.
Y su hija quedó sana en aquel instante.

La región de Tiro y de Sidón está situada al norte de Palestina. Hasta allí, Señor, llegaste en tus correrías. Para descansar un poco. Al menos eso es lo que me sugiere la expresión que utiliza el evangelista cuando dice que te retiraste a la región de Tiro y de Sidón. Te acompañaban tus discípulos.

En esta región también te conocían. Hasta allí había llegado tu fama, tu palabra, tu predicación. Quizás por eso, se explica que aquella mujer cananea, madre de una hija “poseída cruelmente por el demonio”, te pidiese a gritos, emocionada, que te apiadaras de su hija.

Tú, Señor, a pesar de los gritos de aquella madre, a pesar de la fuerza con que rogaba aquella mujer, no te enterabas. O, al menos, eso parecía. Ibas ensimismado, puesta tu atención en tus cosas y parece que nadie te interesaba en esos momentos.

Entonces tus discípulos, siempre atentos, se te acercaron e intercedieron por aquella mujer, quizás por caridad hacia ella o tal vez por cuidar de tu descanso: Atiéndela —te dijeron— y que se vaya. Será la única manera que deje de gritar. Pero Tú, Señor, estabas en lo tuyo: pensando “en las ovejas perdidas de Israel”, y como lo dijiste a tus discípulos, quizás la mujer también lo oyó.

Pero no se desanimó. Al contrario, se acercó más a Ti. Se postró a tus pies. Y te dijo: Señor, ayúdame. Y Tú le dijiste: el pan es para los hijos no para los perrillos. Y ella: es verdad, pero al menos échame las migajas que sobren. Y Tú: “Mujer, qué grande es tu fe. Que sea como tú quieres”. Y la mujer dejó de gritar y corriendo se volvió a su casa. Y encontró sana a su hija. La curación de su hija —lo comprobó después— ocurrió “en el mismo instante” en el que hablaba contigo, Señor.

Cuando aquella madre se humilló fue premiada; cuando aquella mujer cananea reconoció la grandeza de los hijos, sintiéndose ella misma pequeña y débil como perrillo debajo de la mesa, recibió la alabanza de su fe; cuando creyó se realizó el milagro.

Creo, Señor, aumenta mi fe.

VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN MATEO 19, 16-22

Y se le acercó uno, y le dijo:
—Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Él le respondió:
—¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es el bueno. Pero si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos.
—¿Cuáles? —le preguntó.
Jesús le respondió:
—No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.
—Todo esto lo he guardado —le dijo el joven—. ¿Qué me falta aún?
Jesús le respondió:
—Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme.
Al oír el joven estas palabras se marchó triste, pues tenía muchas posesiones.

Aquel día, como tantos otros, habías salido a proclamar tu mensaje. Quizás estabas, como era habitual, rodeado de gente. Acaso cruzabas una calle estrecha camino de la Sinagoga: tal vez descansabas bajo un árbol de la última travesía. Es igual, el hecho es que se acercó uno y previo saludo te dijo lo siguiente:

“Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?” La pregunta, Señor, te debió gustar. Te había llamado Maestro y lo eras. Y además se interesaba por la vida eterna, cosa que Tú predicabas a cada paso. Y además estaba dispuesto a hacer alguna cosa para conseguirla. Por eso, digo, que te debió caer bien aquel hombre que de esa forma llegaba hasta Ti.

Y Tú, Señor, sin esperar más, le dijiste: ¿Por qué me preguntas esto? ¿Por qué me preguntas por lo bueno? Seguro, Señor, que en tu interior pensaste que sobre aquel asunto habría mucho que hablar, que necesitarías mucho tiempo para explicarlo. Quizás no tanto si el interlocutor entendía pronto que “uno sólo es el bueno”. En todo caso, entraste al trapo y le dijiste: “si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos”. Y él: ¿Cuál?; y Tú: los escritos en la Ley. Y se los recordaste todos.

Y aquel individuo, desconocido, ahora sabemos solamente que era un joven, te dijo: en eso estoy desde hace tiempo. Y te preguntó: ¿Me falta algo más? Y Tú: “si quieres ser perfecto: reparte tus cosas y vente conmigo”. Al oírte hablar así, se dio media vuelta y se fue. Apenas le vimos la cara, pero un ceño de tristeza dejó en su mirada y también los pasos cansinos de su andar. Tenía muchas cosas, era muy rico.

¿Volvió más tarde? ¿Tuviste ocasión de tropezarte con él en algún otro lugar? Es posible, quizás sí. Acaso, pasado el tiempo, le fueron mal los negocios y se arruinó por completo; y llevado por la desesperación comenzó a robar y a llevar mala vida. Y un buen día, clavado en la cruz, junto a Ti ¡se le había grabado tan hondo tu mirada! te descubrió de nuevo. Y con piedad, sin levantar la mirada, te dijo: Dios bueno, quisiera seguirte, nada tengo que dejar. Estoy aquí solo, arruinado, muerto. Sólo te pido que te acuerdes de mí cuando llegues a tu Reino. Y Tú, Señor, con ojos de piedad, lleno de fatiga y de cansancio, dijiste: “hoy estarás conmigo en la vida eterna”.

¡Qué bueno eres, Señor, cómo premias hasta los deseos! Es posible que aquel buen deseo de conseguir la vida eterna de tiempo atrás, fuera motivo de que Tú ahora premiases a aquel joven ricachón antaño, ahora ladrón bueno. ¿Quién sabe?

VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 19, 23-30

Jesús les dijo entonces a sus discípulos:
—En verdad os digo: difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos. Es más, os digo que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios.
Cuando oyeron esto sus discípulos, quedaron muy asombrados y decían:
—Entonces, ¿quién podrá salvarse?
Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo:
—Para el hombre esto es imposible, para Dios, sin embargo, todo es posible.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo:
—Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué recompensa tendremos?
Jesús les respondió:
—En verdad os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, vosotros, los que me habéis seguido, también os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. Porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros.

Aprovechaste la ocasión, Señor, para adoctrinar a los que te seguían: discípulos y Apóstoles. Tu doctrina, fue siempre bien recibida, aunque no siempre fue bien entendida, al menos a la primera. Lo mismo nos pasa a nosotros ahora, Señor, tenemos que oír las cosas mil veces, para entender siquiera algo.

Quizás tus propios discípulos habían visto marchar al joven rico, triste y cabizbajo; acaso Tú, Señor, les habías comentado el hecho, con cierta pena; el caso es que, aprovechando este acontecimiento, dijiste a “los tuyos” que para entrar los ricos en el cielo lo tenían difícil. Y para hacerlo entender utilizaste, quizás con humor, la comparación del camello y la aguja.

Tus discípulos “al oír esto” quedaron consternados. Y se preguntaban, entonces, ¿quién podrá salvarse? La verdad, Señor, que la cosa era difícil. ¡Qué maraña! Pero, Tú, Señor, mirándolos con piedad —como al joven rico, poco antes— les dijiste: no temáis, para Dios todo es posible.

Un respiro profundo salió del grupo. ¡Había solución! Aunque, vistas las cosas egoístamente, lo de los ricos tampoco les debería preocupar demasiado a tus discípulos. Ellos eran pobres, simples pescadores. Poco después Pedro te preguntó: Maestro, y a nosotros que lo hemos dejado todo, ¿qué nos espera?

Todo, era unas redes y unas barcas; un oficio y un trabajo. Poco o mucho lo habían dejado todo. Les dijiste: vosotros os sentaréis en los doce tronos y seréis mis amigos, y juzgaréis a Israel.

A vosotros —y a tantos que veo en lontananza— os digo, que recibiréis cien veces más y tendréis parte en la vida eterna. Los Apóstoles se alegraron como se han alegrado los santos a lo largo de los siglos.

VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 20, 1-16

»El Reino de los Cielos es como un hombre, dueño de una propiedad, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña. Después de haber convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió también hacia la hora de tercia y vio a otros que estaban en la plaza parados, y les dijo: “Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo”. Ellos marcharon. De nuevo salió hacia la hora de sexta y de nona e hizo lo mismo. Hacia la hora undécima volvió a salir y todavía encontró a otros parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?”. Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Les dijo: «Id también vosotros a mi viña». A la caída de la tarde dijo el amo de la viña a su administrador: “Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros”. Vinieron los de la hora undécima y percibieron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaban que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Y cuando llegaron los primeros pensaron que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el dueño: “A estos últimos que han trabajado sólo una hora los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor”. Él respondió a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno? Así los últimos serán primeros y los primeros últimos.

No te importaba, Señor, insistir, una y otra vez. Lo que te importaba es que tu doctrina fuera calando en los oyentes. Y así, día tras día, parábola tras parábola, ibas dejando información entre “los tuyos”. Cuándo era un rey, cuándo una semilla o un tesoro, ahora son unos obreros. El Reino de los cielos es como un dueño que salió a contratar obreros para la viña.

Y lo hizo al amanecer y a la hora de tercia y de sexta y de nona; y también a la hora de undécima y con todos se entendió de maravilla. Y todos trabajaron con afán en la viña y todos esperaron con gozo que llegara la tarde para cobrar.

Y a la caída de la tarde, al recibir cada uno su salario llegaron los comentarios y hubo disgusto entre los obreros de la viña y su dueño: que había empezado a pagar empezando por los últimos; que al final a todos los había tratado por igual; que no tenía en cuenta el peso del día y del calor; que ese proceder no era justo.

Y entonces fue cuando el dueño de la viña, serio y un tanto enojado, dijo a uno de los obreros: ¿no conviniste conmigo en un denario? pues toma tu denario y vete en paz. Yo quiero dar lo mismo a todos, déjame. Déjame ser bueno y generoso. Tú vete y descansa. Y alégrate de que todos descansen contigo.

Tú sabes pagar lo justo, lo que a cada uno corresponde. Ayúdame a no complicarme la vida, a no compararme con nadie, aunque, a veces, la tentación esté presente. Al fin, las comparaciones siempre son odiosas. Tú sabes más y sabes lo que haces. Y lo haces siempre bien.

Y así terminabas la parábola: Los últimos serán primeros y los primeros últimos”.

VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 22, 1-14

Jesús les habló de nuevo con parábolas y dijo:
—El Reino de los Cielos es como a un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero éstos no querían acudir. Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: “Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas”. Pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron. El rey se encolerizó y, envió a sus tropas, a acabar con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Luego dijo a sus siervos: “Las bodas están preparadas pero los invitados no eran dignos. Así que marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis” Los siervos salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenó de comensales la sala de bodas. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda; y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?” Pero el se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.

No te cansabas, Señor, de enseñar, de predicar, de adoctrinar a tus discípulos, a las gentes que te seguían. Usabas de comparaciones y parábolas para hacer más asequible y cercana tu doctrina. Hoy, de nuevo hablaste, con parábolas.

La parábola de hoy trataba del Reino de los cielos. Ni el ojo vio, ni el oído oyó, diría más tarde San Pablo, para referirse al cielo, a la patria eterna. También Tú, Señor, acudías a comparaciones, a parábolas, para hablar del Reino de los cielos, que, aunque tiene su inicio en la tierra, su culminación la tiene en el más allá de esta vida.

Es el Reino de los cielos como un “rey que celebró las bodas de su hijo. Un rey, para tus oyentes, Señor, era lo más grandioso de la tierra. Algunos conocían a sus reyes, Otros no, pero todos habían oído hablar del Rey David, del Rey Salomón, de los Reyes de Israel. ¡El cielo: el rey! ¡Maravilloso!

Un rey que celebró unas bodas. Hablar de la fiesta de bodas, era hablar de alegría, de bullicio, de jolgorio, de comida, de bailes, de música y tambores, de flautas y címbalos. Era hablar de abundancia, de saltos, de felicidad. El cielo, unas bodas, una fiesta eterna.

Unas bodas de su hijo: El hijo del Rey. Elegantes carrozas, caballos adornados, amplios manteles en las mesas, finas espadas en las manos de los soldados, ramos por las calles y comidas abundantes en las mesas. Felicidad. El cielo y las bodas eternas del hijo.

Ayúdanos a entender tus parábolas.

VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 22, 34-40

Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:
—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le respondió:
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas.

Los fariseos, a veces, te escuchaban atentos, otras veces, agitados. Te atendían, pero no te entendían. Se creían ellos en posesión de la verdad. Los demás tendrían que aprender de ellos. Tampoco hacían migas con los saduceos, al contrario, les miraban por encima del hombro y no comulgaban con muchas de sus ideas.

Por eso, cuando se enteraron que Tú, Señor, habías hecho callar a los saduceos, uno de ellos, doctor de la Ley, te preguntó, con miras bajas, para tentarte, que cuál era el mandamiento principal de la Ley; aunque la cosa parecía fácil, la pregunta tenía su intríngulis.

Tú, Señor, no tardaste en responder. Y lo hiciste citando unos textos del libro del Deuteronomio. Toda la Ley se condensa —vi-niste a decir— en los dos mandamientos del amor. El primero es el más importante porque el amor al prójimo es consecuencia y efecto del amor a Dios .

De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas. ¡Qué maravilloso programa, Señor, el que abriste a aquel doctor de la Ley y que abriste a la humanidad entera! ¡Qué maravilloso programa!

El doctor se esfumó. Tú, Señor, a buen seguro quedaste pensativo. Y, mirando a lo lejos, verías a los hombres de todos los tiempos; y contemplarías las buenas acciones de muchos y las guerras de tantos; ante Ti pasarían como por un celuloide finísimo los actos heroicos de los santos y las maldades de los ingratos; los tiempos de paz; los tiempos de hambre y de guerra; y verías tantas cosas, tantas.


VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 23, 1-12

Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:
—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las Sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.

Cada día, Señor, salías a predicar la Buena Nueva; casi siempre te acompañaban tus discípulos. No sé si todos, pero al menos algunos. Tú eras el Maestro, ellos los aprendices. Te escuchaban con atención. Y así, poco a poco, iban aprendiendo tu doctrina. Las multitudes también te escuchaban y te seguían, pero con menos asiduidad y convicción.

Tú, Señor, tenías claro que eras el Maestro, el Hijo de Dios; el Salvador, el Legislador de la Nueva Alanza. Tal vez por eso, aquel día quisiste hablar de la cátedra de Moisés, donde se sentaban los escribas y los fariseos. Y, sobre todo, quisiste clarificar su postura. “Haced lo que digan, pero no obréis como ellos obran”.

Atan cargas a otros, pero ellos, ni un dedo mueven. Les gusta figurar, llamar la atención, buscar los primeros puestos, en los banquetes, en las plazas, les gusta que las gentes los llamen Maestro.

Y mirando a tus Apóstoles —con piedad y compasión— les dijiste: Vosotros nada de eso. Aquí el único Maestro soy Yo; vosotros sois hermanos. No os dejéis llamar padre, el único Padre es el del cielo. No os dejéis llamar doctores, el único doctor soy Yo.

Los Apóstoles te entendieron a la primera. Sabían que Tú, Señor, eres el único Maestro.

Y seguiste: el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. No olvidéis que no he venido a ser servido sino a servir. Lo veis en mis palabras y lo veis en mi conducta. Y no olvidéis que el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Merece la pena correr esta aventura, aunque no siempre es fácil vivirla. Habrá que intentarlo muchas veces. Y contar con la fuerza de lo alto.

VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 16, 13-20

Cuando llegó Jesús a la región de Cesárea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:
—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos respondieron:
—Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas.
Él les dijo:
—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondió Simón Pedro:
—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió:
—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desates sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos. Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.

Un día, Señor, tras recorrer sendas y caminos y predicar tu mensaje por aldeas y pueblos, llegaste, acompañado de “los tuyos”, a la región de Cesarea de Filipo. Y en esta región preguntaste a tus discípulos que decían las gentes sobre Ti, de tu persona.

Había transcurrido un tiempo desde que habías iniciado tu vida pública. Parte de tu programa mesiánico ya lo habías anunciado; eran públicos algunos de tus milagros, curaciones y favores. El grupo de los doce seguía fiel a tu llamada. Era hora, pues, de saber, que decían los hombre de Ti, que pensaban de tu doctrina. Y aunque, como Dios, sabías todo y como hombre estabas al tanto de las noticias más recientes, querías saber directamente de tus discípulos, que decía la gente.

Por eso, reunido con los doce —quizás con algunos más— y después de acomodaros en sencillos asientos, comenzaste a preguntar: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos respondieron que si eras Juan el Bautista, que si eras Elías, que si eras Jeremías, que si eras alguno de los Profetas. A tales respuestas, Tú, Señor, nada dijiste. Te limitaste a recibir la información y callaste. Pero a continuación preguntaste: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

De la opinión pública pasaste al compromiso personal. Entonces, Pedro tomó la palabra y dijo: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Y te confesó como Dios. Ahora si interviniste. Y lo hiciste con la solemnidad que exigía el caso. Dijiste: “Bienaventurado eres, Simón hijo de Jonás, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.

Y continuación, después de la confesión que Pedro había hecho de tu divinidad, le conferiste el Primado: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Y diste a Pedro poder sobre las puertas del infierno; y poder para atar y desatar en le tierra los pecados de los hombres.

Después ordenaste a tus discípulos que no dijeran a nadie que Tú eras el Cristo. Y así lo hicieron. Más tarde, pedirás a “los tuyos” que predicaran tu doctrina por todos los rincones de la tierra, hasta el fin del mundo. Y también lo hicieron.

Ayúdanos, Señor, a confesar tu divinidad y a vivir en estrecha unidad con tu Vicario en la tierra, el Papa, el actual y el que venga.

VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN MATEO 23, 13-22

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar. »¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que vais dando vueltas por mar y tierra para hacer un solo prosélito y, en cuanto lo conseguís, le hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros.
»¡Ay de vosotros, guías ciegos!, qué decís: “Jurar por el Templo no es nada; pero si uno jura por el oro del Templo, queda obligado”. ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más: el oro o el Templo que santifica al oro? Y jurar por el altar no es nada; pero si uno jura por la ofrenda que está sobre él, queda obligado. ¡Ciegos! ¿Qué es más: la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Por tanto, quien ha jurado por el altar, jura por él y por todo lo que hay sobre él. Y quien ha jurado por el Templo, jura por él y por Aquel que en él habita. Y quien ha jurado por el cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que en él está sentado.

Siguen, Señor, tus ayes y tus lamentos. Cada vez que los leo, los escucho o reflexiono, quiero imaginar tu semblante y no puedo; o casi, mejor, no quiero imaginármelo. Porque, a primera vista, te veo, Señor, quejoso, serio, casi triste. Y, además, sufriente y dolorido. Pero no puedo pasar por alto este momento, importante como todos.

Ay —dijiste— los que cerráis a los demás el camino de la fidelidad; ay los que actuáis locamente, ni comerlo ni dejarlo; ay los que para conseguir fama removéis Roma con Santiago; ay los que no os importan las personas sino las cosas; ay los que guiáis a obscuras y a tientas; ay los que siempre os fijáis en las apariencias y exterioridades; ay los que apreciáis más el contenido que el continente; ay los que estimáis más a las criaturas que al Creador de ellas.

Son, Señor, una sarta de ayes que, al leerlas, te dejan cansado, inquieto y pensativo. Y casi no sabes por dónde tirar. Por eso, hoy cuando los leo de nuevo, acudo a los expertos. Y copio esta nota explicativa, que sosiega el alma: “El discurso de los “ayes” explica con pormenores las funestas consecuencias y las contradicciones que se han derivado de un cumplimiento meramente externo de la Ley. Por ello, en un momento determinado nos indica el camino para no equivocarnos: imitar a Dios en las actitudes que manifiesta hacia su pueblo: justicia, misericordia y fidelidad” .

Después pedir, gracia y ayuda; inteligencia y voluntad. Volveré a comenzar muchas veces, tantas como sea necesario para entender tu doctrina.

VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 23, 23-26

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Hay que hacer esto sin abandonar lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello!
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro quedan llenos de carroña e inmundicia. Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera.

Tus ojos, Señor, se posarían muchas veces, llenos de compasión y misericordia, sobre los escribas y fariseos. En realidad, se fijaban en todos los hombres, pues a todos querías, a todos amabas, por todos estabas dispuesto a dar la vida. Por estas y otras razones, aborrecías la hipocresía, la doble vida, la simulación, el fingimiento, actitudes estas propias de algunas gentes, en especial de los fariseos.

A ellos, no obstante, les amabas, les acogías, les llamabas la atención, ponías en evidencia sus acciones equivocadas. Les recordaste la incongruencia en la que estaban sumidos: pagaban el décimo de la menta, del eneldo y del comino — semillas pequeñas, insignificantes— y, sin embargo, abandonaban mandamientos importantes de la Ley: la justicia, la misericordia, la fidelidad.

Esta forma de proceder, Señor, no la podías aplaudir. Y no es que estuvieras en contra de las cosas pequeñas, de los detalles, de las menudencias, sino que te parecía mal que dieran importancia a lo mínimo y se saltaran a la torera lo grandioso. “Hay que hacer esto —dijiste— sin abandonar lo otro”.

Y en tu afán de salvarlos, le recriminaste su ceguera, su equivocación, su peligro de caer en el hoyo; lo mismo que le sucede a un ciego, que guía a otro ciego ambos caerán al hoyo. “Coláis un mosquito mientras os tragáis un camello”. Más claro, imposible.

Y dijiste más: hablaste de la copa y del plato, de la limpieza por fuera y por dentro; de lo visible y no visible. Y recomendaste vivir la virtud, la lealtad, la honradez, la rectitud, la verdad, la transparencia.

Nos trazas el camino, falta seguirlo: el camino de la justicia, de la misericordia, de la fidelidad. Señor, enséñanos a ser nobles y auténticos y sinceros.

VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 23, 27-32

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre. Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que edificáis las tumbas de los profetas y adornáis los sepulcros de los justos, y decís: Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas. Así, pues, atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. Y vosotros, colmad la medida de vuestros padres.

Volvemos a tus “ayes”, Señor. Tienen el mismo tono y el mismo dolor. Ahora te diriges a los escribas y a los fariseos. Les llamas hipócritas; dices de ellos que son como los sepulcros: blanqueados por fuera pero por dentro llenos de podredumbre; justos en apariencia pero por dentro repletos de iniquidad.

Mucho adorno en las tumbas, mucho lujo en los sepulcros, muchas palabras en las oraciones, pero en realidad vuestras vidas (escribas y fariseos) están carentes de obras buenas, faltos de verdad. ¡Peores que los que os precedieron!

Me imagino, Señor, a tus discípulos amedrentados, asustados, cabizbajos. ¿Qué significaba aquel duro discurso? ¿Qué manifestaba toda aquella retahíla de acusaciones? Pero no se atrevieron a preguntar nada; optaron por callar, dejar que el tiempo pasase. Más tarde lo entenderían.

Las nubes cruzaban asustadas el cielo azul, el viento recio amainó su fuerza, los lirios y las flores del campo cerraron sus pétalos azarados de tus “ayes” lastimeros, tremendos.

Y Tú, Señor, seguías queriéndonos a todos. Y por todos ibas a dar tu sangre y tu vida.

VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 24, 42-51

»Por eso, velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que le horadasen su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.
»¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo, a quien su amo al venir encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo fuese malo y dijera en su interior: «Mi amo tarda», y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.

De nuevo el tema de la vigilancia. Otra vez avisas a tus discípulos sobre la necesidad de vigilar, de estar preparados. Y la razón es clara: nadie sabe ni el día ni la hora en que vendrás. ¡Conviene, por tanto, estar siempre preparados! Se impone, pues, estar atentos, vigilantes; siempre, en todo momento, cada instante.

Y para recalcar la necesidad de vigilar, de estar atentos, les recordaste la actitud vigilante del dueño de la casa, si no quería verse sorprendido por la llegada inesperada del ladrón.

Era una realidad conocida por todos. Cuando los demás dormían, el dueño de la casa vigilaba; cuando los otros descansan, él hacía la guardia; cuando unos trabajan, él observaba atentamente.

Y a continuación, completaste el tema recordando el premio que recibirá el criado que cumpla con su deber; que vigile atentamente; que permanezca en su puesto el tiempo debido; que cuide con esmero la hacienda de su amo. El premio será seguro, la alabanza firme y el reconocimiento certero. Es más, a ése tal, el amo le pondrá al frente de toda su hacienda.

Por el contrario, si el vigilante no atiende su puesto, si el cuidador no se esmera en permanecer atento, si el protector no salvaguarda lo ajustado, si el defensor no ampara a su protegido, antes al contrario, se dedican a dormir, a divertirse, a darse la gran vida, cuando llegue el dueño les quitará del puesto y les castigará duramente. ¡Y allí habrá llanto y dolor!

Te pido la gracia de querer vigilar.

VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 25, 1-13

»Entonces el Reino de los Cielos será como a diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Ya está aquí el esposo”! ¡Salid a su encuentro! Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: “Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y para nosotras”. Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: “¡Señor, señor, ábrenos! Pero él les respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por eso, velad, porque no sabéis el día ni la hora.

Una y otra vez, insistes, Señor, sobre el Reino de los cielos. Y lo haces a través del género parábola. Esta vez, la parábola la tomaste de una costumbre social de tu tiempo: la espera del esposo que hacen las amigas de la novia.

En ella, desde un principio nos hablas de la necesidad de la prudencia, de emplear el sentido común, de ser precavidos; de poner los medios para alcanzar los fines. ¡Nos jugamos tanto en estas cosas!

Y sin embargo, unas veces, nos olvidamos de preparar lo necesario; otras, el cansancio, la espera, el desaliento minan nuestras fuerzas; desgastan nuestras energías, y caemos en el sueño, en la modorra, en el sopor, en la pereza; en ocasiones, aún habiendo sido diligentes y previsto ciertas dificultades, incluso hasta pequeños detalles, las limitaciones, propias de nuestra naturaleza, nos hacen caer en el sueño.

Y cuando lleguen, más tarde o más temprano, las voces y los gritos, el jolgorio y la bullanga, es el momento de actuar, de saltar a la arena, de tomar posiciones. Y de nuevo, la prudencia tomará protagonismo, la preparación será más necesaria y el orden más imperioso.

Al contrario, si no ha habido precaución, ni prudencia, ni orden, tras el sueño modorro y atolondrado, llegará el despertar ineficaz; y cuando se nos pidan soluciones rápidas y precisas, nos encontraremos con respuestas desordenadas e inútiles. Habrá, entonces, que desandar lo andado, y revolver emociones y curar entuertos; y hasta pedir milagros. Pero ya no habrá tiempo: las puertas estarán cerradas, los cerrojos bien echados.

Y llegará el esposo. Y felices, entrarán las prudentes, las sensatas; y dentro habrá gozo y alegría; y fuera, quedará la angustia, la aflicción y la congoja. Y en medio una puerta. Y los nudos de las manos que golpean de nuevo y las voces que llegan de dentro y que dicen: no os conozco. Y otra vez desde fuera dirán: ¡eh! que sí, que somos nosotras. Y desde dentro nuevo: ¡eh! que no os conozco.

Y terminaste con un breve mensaje: Por eso, velad, porque no sabéis el día ni la hora.

VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 25, 14-30

»Porque es como un hombre que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó. El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno fue, hizo un agujero en la tierra y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo, regresó el amo de dichos servidores e hizo cuentas con ellos. Cuando se presentó el que había recibido los cinco talentos, entregó otros cinco diciendo: “Señor, cinco talentos me entregaste; mira, he ganado otros cinco talentos”. Le respondió su amo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor. Se presentó también el que había recibido los dos talentos, dijo: “Señor, dos talentos me entregaste; mira, he ganado otros dos talentos”. Le respondió su amo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor”. Cuando llegó por fin el que había recibido un talento, dijo: “Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo”. Su amo, le respondió: «Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo de donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y así, al venir yo, hubiera recibido lo mío junto con los intereses. Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez.
»Porque a todo el que tenga se le dará y tendrá en abundancia; pero a quien no tiene, incluso lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas de afuera: allí habrá llanto y rechinar de dientes».

Con insistencia volvías, Señor, sobre el mismo tema: el Reino de los Cielos. ¡Es tan rica su realidad! ¡Tan sublime su certeza! Por eso, te servías, para explicarlo, de hermosas parábolas y de originales comparaciones. En cada una mostrabas un matiz distinto, complementario. Hoy nos contaste la parábola de los talentos.

Es como un hombre que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A todos confió algo. Pero en cantidades distintas. A uno le entregó cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo. Luego el amo se marchó.

Pasó el tiempo, la vida, las oportunidades para aquellos servidores. Los dos primeros trabajaron afanosamente, de sol a sol; ambos pusieron a rendir sus cualidades y sus fuerzas; ambos reflexionaron concienzudamente, buscaron soluciones a sus problemas, tomaron las cosas en serio. Resultado: ganancias, éxitos, beneficios.

En cambio, el que había recibido un solo denario, se dedicó a manosearlo, a pensar en si mismo, a mirarse al ombligo, a enterrar sus facultades y potencias por miedo a que se pudieran desgastar. Resultado: un agujero en el campo lleno de egoísmo, de fracaso.

Después de mucho tiempo, llegó el amo. Y habló con cada uno de sus criados. Trató de sus trabajos, de sus empresas, de sus quehaceres, de sus resultados. Al final, aquel amo pronunció el veredicto: felicidad a raudales para los que trabajaron con sus talentos; y tristeza inmensa para el agostero miedoso y cobarde.

Como colofón, añadiste: a todo el que tenga se le dará y tendrá en abundancia; pero a quien no tiene, incluso lo que tiene se le quitará. Al que tenga ganas de trabajar se le dará; al que no tengas ganas de trabajar se quedará sin nada.

Señor, que aprenda a trabajar; a querer esforzarme, a cooperar con tu gracia, con tus muchos o pocos talentos. Y luego, si respondo, a disfrutar de la alegría del cielo.

VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 16, 21-27

Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.
Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:
—Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.
Pero él, se volvió hacia Pedro y le dijo:
—¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
Entonces les dijo Jesús a sus discípulos:
—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí la encontrará. Porque, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta. En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean al Hijo del Hombre venir en su Reino.

Y llegó un momento en el que comenzaste, Señor, a manifestar a tus discípulos que debías ir a Jerusalén; que allí ibas a padecer mucho, que ibas a ser condenado a muerte, pero que resucitarías al tercer día. El final era feliz, pero los pasos que había que recorrer hasta llegar al triunfo, realmente eran difíciles. Y todo iba a suceder en Jerusalén, y los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y de los escribas andaban por medio.

Pedro, después de haberlo hablado con los otros discípulos, se comprometió a hacer algo. ¡Se iban a quedar cruzados de brazos! Cierto que lo habías dicho Tú, y te creían; pero ¿no podría hacerse algo, para evitarlo? Por eso, un día, tomándote a parte, te pidió que eso no sucediera; que empleases el poder que tenías, como lo habías hecho en otras ocasiones.

Pero Tú, Señor, mirándole a la cara fijamente, con cierta compasión y cariño, le dijiste: Pedro, tú “no sientes las cosas de Dios sino las cosas de los hombres”. No seas para Mí estorbo, tropiezo, escándalo. Mejor que te retires y no colabores con el tentador. No olvides, Pedro, que debo cumplir la voluntad de mi Padre. Pedro debió de entenderlo a la primera. Y todo quedó allí, entre los dos, un mero intento.

Y anunciada la pasión, les presentaste el programa. Y les dijiste que si querían ser discípulos tuyos, no hacía falta más que tomar la cruz y seguirte; les dijiste también que para ganar la vida había que perderla; que vale más ganar la propia vida que ganar el mundo entero; y que todo es nada en comparación de la vida.

Momento tenso aquél, para Ti y para tus discípulos. Silencio y expectación en el ambiente. ¿Qué hacer, ante tal exigencia? Al fin, todos tus discípulos decidieron seguirte. Y Tú, Señor, para romper aquella explicable tensión dijiste: El Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta.

Era otra manera de hablar de victoria.

VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN LUCAS 4, 16-30

Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la Sinagoga el sábado, y se levantó para leer. Entonces le entregaron el libro del profeta Isaías y, abriendo el libro, encontró el lugar donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí,
por lo cual me ha ungido
para evangelizar a los pobres,
me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos
y devolver la vista a los ciegos,
para poner en libertad a los oprimidos,
y para promulgar el año de gracia del Señor.
Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y se sentó. Todos en la Sinagoga tenían fijos en él los ojos. Y comenzó a decirles:
—Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.
Todos daban testimonio en favor de él, y se admiraban de las palabras de gracia que procedían de su boca, y decían:
—¿No es éste el hijo de José?
Entonces les dijo:
—Sin duda me aplicaréis aquel proverbio: “Médico, cúrate a ti mismo”. Cuanto hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu tierra.
Y añadió:
—En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Elíseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.
Al oír estas cosas, todos en la Sinagoga se llenaron de ira, y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.

Un día, Señor, volviste a Nazaret. Al lugar donde te habías criado. ¡Cuántos recuerdos aflorarían a tu espíritu! ¡Los buenos días pasados en el taller de José! ¡Las conversaciones tenidas con tu madre! ¡Los juegos de niño! ¡Las aventuras de adolescente! ¡Los proyectos de joven! ¡Y, sobre todo, el momento de la muerte de José y el día de las despedidas de tu Madre!

¡Cuántos recuerdos! Volvías a tus raíces. Y, según tu costumbre, fuiste a la Sinagoga, el sábado. Y, como habías hecho otras veces, te levantaste para leer. El encargado te entregó el libro del profeta Isaías. Tú abriste el libro y encontraste un texto precioso. Lo leíste despacio.

Al terminar enrollaste el libro y lo devolviste al ministro. Luego te sentaste. Quizás tu silencio fuera un poco más largo que de costumbre. Todos te miraban con sorpresa. ¡Habías leído tan bien! ¡Era tan bonito el pasaje elegido! ¡Esperaban que hablases! ¡Al fin comenzaste!

Y dijiste: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír. Esto está dicho por Mí; Yo soy el ungido; Yo soy el que viene a evangelizar a los pobres; Yo soy el que anunciará la redención a los cautivos; Yo soy el que dará luz a los ciegos, Yo soy el que libraré a los oprimidos; Yo promulgaré el año de gracia del Señor.

Todos estaban atónitos, maravillados, no acababan de explicarse que el hijo de José dijese aquellas cosas. Y Tú, Señor, no sé si triste o enfadado, o ambas cosas a la vez, añadiste aquello de que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Y más cosas dijiste, arriba aparecen recogidas.

Y llegó la ira de tus paisanos. Y llegó el absurdo de aquel pueblo. Y llegó la locura de aquellas gentes: querer despeñarte. Y Tú, que sabías que no había llegado tu hora, con señorío, pasando por medio de ellos, te marchaste.

¡Te fuiste de tu pueblo!