EL CENTURION |
VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN LUCAS 7, 1-10CON NUN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.vatican.va/
Cuando terminó de decir todas estas palabras al pueblo que le escuchaba, entró en Cafarnaún. Había allí un centurión que tenía un siervo enfermo, a punto de morir, a quien estimaba mucho. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo. Ellos, al llegar donde Jesús, le rogaban encarecidamente diciendo:
—Merece que hagas esto, porque aprecia a nuestro pueblo y él mismo nos ha construido una Sinagoga.
Jesús, pues, se puso en camino con ellos. Y no estaba ya lejos de la casa cuando el centurión le envió unos amigos para decirle:
—Señor, no te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado digno de ir a tu encuentro. Pero dilo de palabra y mi criado quedará sano. Pues tam-bién yo soy un hombre sometido a disciplina y tengo soldados bajo mis órdenes. Le digo a uno: vete, y va; y al otro; Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.
Al oír esto, Jesús se admiró de él, y volviéndose a la multitud que le seguía, dijo:
—Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande.
Y cuando volvieron a casa, los enviados encontraron sano al siervo.
El pueblo estaba embobado con tu doctrina. Te seguía con fidelidad y respeto. Tú, Señor, también respondías con el pueblo. No dejabas de hablar. Te gustaba apurar el tiempo y sacarle partido. Todos te despedían contentos cuando Tú ibas a otras cosas. Al acabar de decir tus palabras, entraste en Cafarnaún.
En esta ciudad había un centurión que tenía un siervo enfermo, a punto de morir. Este centurión era estimado en el lugar; se había portado bien con la gente. Por su parte él, afianzado en su buena fama, envió unos ancianos, que te dijeran que fueras a curar a su siervo. Y los ancianos accedieron.
Llegaron hasta Ti y te rogaron para que fueras a curar al siervo del centurión; una y otra vez insistieron que era una buena persona; que se lo merecía; que había construido una Sinagoga para el pueblo; que convenía corresponder con aquel extranjero.
Y Tú, Señor, te pusiste en camino. Volvieron de nuevo a decirte que el centurión era un hombre bueno; que todos le querían. Y así las cosas, ibais acercándoos al lugar donde reposaba el enfermo. En esto llegan unos amigos del centurión con un mensaje.
“Señor, no te molestes”. El centurión dice que no merece que Tú entres en su casa, que basta con que digas una palabra y el siervo quedará curado; que él también actúa así; que manda y le obedecen, que ordena y cumplen lo mandado.
Al oír, Señor, estas frases te paraste un momento, elevaste los ojos al cielo y, con voz fuerte y poderosa dijiste: “Amigos, ni en todo Israel he encontrado fe tan grande”.
Los enviados del centurión se volvieron. Por el camino comentaban las alabanzas que había recibido su amo; y cómo te había gustado a Ti, Señor, la actitud del aquel hombre. Algo extraordinario iba a ocurrir. Y así fue: el siervo curó de su enfermedad. Lo conocieron primero los de casa, luego los vecinos, más tarde los que volvieron de estar contigo.
Señor, yo también me enteré, más tarde.