sábado, 10 de julio de 2010

XV domingo tiempo ordinario 
Ciclo C Evangelio según san Lucas 
10, 25-37

CON UN SOLO GOLPE DE CLIK  http://www.diocesispalencia.org/

En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
— «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?»
Él le dijo:
«Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?»
Él contestó:
— «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.»
Él le dijo:
«Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.»
Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse. preguntó a Jesús:
— «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús dijo:
— «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
“Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.” ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayo en manos de los bandidos?»
Él contestó:
— «El que practicó la misericordia con él.»
Díjole Jesús:
— «Anda, haz tú lo mismo.»

Hay cuestiones en la vida que, sin duda, tienen una importancia decisiva para el hombre. Pero de entre todas esas cuestiones hay una que sobresale por su importancia sobre todas las demás: la salvación eterna de uno mismo. De nada nos sirven todas las otras cuestiones, si perdemos para siempre nuestra alma. Por eso cambió de forma radical la vida de san Francisco Javier. El santo de Loyola le repetía una pregunta que, poco a poco, se fue clavando en el corazón joven y ardiente de Javier, hasta dejarlo todo y seguir a Cristo, y marchar al fin del mundo. Aquella pregunta resuena, también hoy, en nuestros oídos: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?

Este personaje, este letrado de la Ley, que se acerca a Jesús para tenderle una emboscada, formula sin embargo una cuestión que todos nos debemos plantear, al menos una vez en la vida: ¿qué tengo que hacer yo para heredar la vida eterna? Y, como este letrado, hemos de dirigirnos al Maestro por antonomasia, al único que de verdad lo es, a Cristo Jesús. Es verdad que no podemos esperar una respuesta dirigida de modo personal, a cada uno de nosotros. Pero también es cierto que nuestro Señor Jesucristo nos hace llegar su respuesta a cada hombre en particular, o través de la propia conciencia, o por medio de cualquier otra forma de comunicación.
El problema, por tanto, no está en que Jesús responda o no responda, sino en que el hombre pregunte con interés o no lo haga. La cuestión está, sobre todo, en que al oír la respuesta, la lleve a cabo con decisión y generosidad. Porque hay que tener en cuenta que, lo mismo que la promesa es única y formidable, también las exigencias que puede implicar suponen esfuerzo y abnegación. Dios, en efecto, nos promete la vida eterna, pero también exige que, por amor a Él, nos juguemos día a día nuestra vida terrena.

Jugarse la vida es amar a Dios sobre todas las cosas, con todas nuestras fuerzas, con todo el corazón y con toda la mente. Amar con un amor cuajado en obras, con un amor que no se busca a sí mismo, con un amor desinteresado y generoso, con un amor que sabe ver al mismo Jesucristo en el menesteroso, que no pasa de largo nunca ante la necesidad de los demás, sino que por el contrario, se para y averigua en qué puede ser útil al prójimo, al que está cerca de él, al alcance de sus servicios.

Es lo que hizo el samaritano de la parábola. Los otros, un sacerdote y un levita de la Antigua Alianza, se hicieron los desentendidos, dieron un rodeo para no acercarse tan siquiera a quien yacía en tierra herido y ultrajado. Es una parábola que de alguna forma se repite de vez en cuando. Ojalá nunca pasemos de largo ante el dolor ajeno. (Cf A.G.M.)