lunes, 22 de febrero de 2010


Primera Semana de Cuaresma
MARTES
San Mateo 6, 7-15

Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos; porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:
Padre nuestro, que estás en los cielos,
santificado sea tu Nombre;
venga tu Reino;
hágase tu voluntad
como en el cielo, también en la tierra;
danos hoy nuestro pan cotidiano;
y perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos a nuestros deudores;
y no nos pongas en tentación,
sino líbranos del mal» Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.

En un resallano del monte, de rodillas, hablabas, Señor, a tus discípulos que arremolinados como siempre a tu alrededor, te escuchaban atentos. Momentos después, llegó un número crecido de hombres sencillos. Aquella tarde les ibas a enseñar cosas importantes.

Tras un murmullo suave al principio, un silencio denso envolvió al grupo después. Fue entonces, cuando Tú, Señor, comenzaste a decir palabras divinas. Tus oyentes las recogían en sus mentes, en sus corazones; más tarde, algunos las pusieron por escrito.

Cuando recéis —dijiste— no habléis mucho, a lo pagano, sino usad las palabras justas, y que sean palabras llanas, confiadas; en realidad, vuestro Padre Dios —subrayaste— sabe todo lo que necesitáis antes de que se lo pidáis.
Tus discípulos aprendieron que la oración para que sea verdadera debe comenzar en el silencio del corazón, sólo así terminará en las manos de Dios. La manifestación externa, aunque conviene sea natural, es secundaria.

Y a continuación, Señor, les enseñaste la oración más hermosa que jamás haya existido. No sé si la recitaste despacio o la dijiste de corrido, lo cierto es que tus discípulos la aprendieron con exactitud y así la transmitieron.

Dijiste: “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén”.