martes, 4 de febrero de 2020


4 DE FEBRERO DE 2020



EL ANCIANO DEL TEMPLO
HISTORIA DE UN HOMBRE JUSTO

Rafael Dolader
Simeón es una figura del evangelio que aparece en el relato de la
presentación del niño Jesús en el Templo. Lo cuenta el evangelista
San Lucas en el capítulo 2 de su evangelio (22-40):
“Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés,
los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al
Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo
primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la
oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos
pichones.»
Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este
hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de
Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Había recibido la revelación
del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del
Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar los
padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la Ley
sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:
Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo
irse en paz,
según tu palabra:
porque mis ojos han visto
tu salvación,
la que has preparado
ante la faz de todos los pueblos:
luz para iluminar a los gentiles
y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se
decían de él.
Simeón los bendijo y le dijo a María, su madre:
Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos
en Israel, y para signo de contradicción —y a tu misma alma
la traspasará una espada—, a fin de que se descubran los
pensamientos de muchos corazones.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se
volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y
robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo
acompañaba.”
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Agradecimientos:
La historia de Simeón que a continuación se relata, está
inspirada en el capítulo 14 del libro “El belén que puso
Dios” escrito por D. Enrique Monasterio.
A D. Enrique va mi agradecimiento por su maestría en
meterse entre los personajes del evangelio y contarnos
esas historias tan preciosas.
Y también por el permiso concedido para difundir el
relato que he ampliado; por cualquier medio y que llegue
a muchas personas, “a cuántas más, mejor” me dijo.

SIMEÓN
EL ANCIANO DEL TEMPLO
HISTORIA DE UN HOMBRE JUSTO
Simeón nació hacia el año 70 antes de Cristo. A los 10 años era un
chaval despierto, espabilado, bondadoso. De piel morena, pelo
negro rizado y revuelto, ojos castaños y sonrisa amplia. Jugaba
siempre con su hermana Raquel, dos años mayor, y su prima
Salomé, de la misma edad. Le gustaba contemplar las estrellas; su
padre le enseñó a distinguirlas y orientarse con ellas.
Aquella noche sin luna, las estrellas brillaban con más fuerza, se
distinguían muy bien unas de otras. Se tumbó bajo la higuera,
emocionado con el espectáculo que se le ofrecía; le llamó la
atención una pequeña que parpadeaba, no la tenía situada hasta
ahora; incluso le pareció que se movía. Clavó la mirada en ella y se
asustó; era cierto, no solo se movía, sino que se le acercaba sin
aumentar de tamaño. Fue todo muy rápido y ¡zas!, Simeón se echó
la mano a la cara, pero la estrella ya estaba dentro. Se frotó lo ojos
y no hubo forma, estaba en su interior, plateada y con cola.
A la mañana despertó alegre y temeroso, consciente de que aquello
marcaría su vida en adelante. Fue al encuentro de su madre que
estaba con las gallinas, recogiendo los huevos.
- Mamá, se me ha metido una estrella en el ojo.
- ¡Qué dices Simeón! No confundas una mota de polvo con
una estrella, vaya imaginación que tienes.
- Que sí mamá, que es una estrella. Anoche cuando estaba
viendo el cielo antes de ir a dormir, fue muy rápido y se metió
sin hacer daño. Me brilla dentro, mira el fondo de los ojos.
- ¡Ahí va, pues es verdad! ¿te duele?
- No mamá.
- Pues venga, no hagas caso que se irá como ha venido.
Su hermana Raquel también quiso comprobarlo y se emocionó.
Salió corriendo en busca de su prima ¡a Simeón se le ha metido
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una estrella en el ojo! Salomé tardó un instante en plantarse delante
a curiosear los ojos de Simeón que, a decir verdad, le gustaba
hacerlo con y sin estrella.
Desde aquel momento, Simeón añadió otras inquietudes a sus
ganas de jugar y de aprender. En la escuela se lo notaron
enseguida; todos sabían lo de la estrella, aunque a él no le gustaba
hablar del suceso. La escuela estaba bajo la higuera; sentados
sobre una piedra, recibían las enseñanzas y repasaban la Ley.
Aquel día hablaron de las profesiones y el rabino les preguntó:
- Juan ¿qué quieres ser de mayor?
- Pastor como mi padre; yo carpintero; yo herrero.
- ¿y tú Simeón?
- Yo … quiero ver al Mesías.
Se hizo el silencio, no era la primera vez que Simeón respondía
estas ocurrencias. Al poco, uno de los compañeros comentó bajito
¡toma, y yo! Y luego otro, y otro hasta que explotó la carcajada
general y la clase quedó alborotada.
- ¿por qué dices eso Simeón? Le preguntó el profesor, que se
lo tomaba en serio.
- No sé Rabí, debe ser cosa de la estrella.
Al cumplir la edad, Simeón dejó la escuela; su padre lo envió con un
primo segundo que era comerciante y recorría las rutas del mar al
interior. Con él tuvo la oportunidad de conocer el mundo de las telas
y especias, aprendió a negociar; destacó por su carácter social,
abierto y conciliador. Entre viaje y viaje, pasaba temporadas en el
pueblo y se enamoró de Susana. Decidieron contraer matrimonio y
se independizó de su tío. Iniciaron nuevas rutas por su cuenta; los
dos valían para el negocio y así pasaban todo el día juntos. Llegó el
primer hijo; cuando salían de viaje lo dejaban con los padres de
Simeón. Con el segundo hijo, los viajes se hicieron más
complicados y cambiaron de estrategia. Decidieron abrir comercio
en Jerusalén; así, ella se quedaría con los niños y atendería la
tienda. Él continuó viajando, pero procuraba pasar más tiempo en
casa para ayudar a Susana con los cuatro hijos que Yahvé les
había bendecido.
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A los setenta años, aunque mayores, todavía les acompañaban las
fuerzas y ganas para seguir con el trabajo. Simeón conocía los
caminos de Palestina como la palma de la mano. Tenía amigos en
todos los puntos de la ruta, en cada pueblo la gente le esperaba
con sus productos. Bueno y piadoso, hacía muchos favores; todos
le querían y le pedían que continuara un poco más.
Aquella vez la caravana se le hacía un poco más pesada; hasta tal
punto que consideraba si ya habría llegado el momento de jubilarse.
Al pasar por Nazaret, se incorporó una muchacha joven montada en
un borrico. No le pasaron desapercibidos ninguno de los dos; ella
por su sonrisa y el asno por su frescura.
- ¿Viajas sola?
Y la conversación surgió amable y cariñosa; al poco ya sabía que
se llamaba María, que iba a Judá a visitar a su prima Isabel, que
estaba en cinta y pronto daría a luz un niño. El resto del camino lo
hicieron juntos. Simeón acogió a María entre su gente; todos
quedaron prendados de aquella joven. Durante el trayecto siguieron
hablando, tenían muchas inquietudes en común. Simeón le contó lo
de la estrella y su ilusión de ver al Mesías. Ella le confío que se
consideraba la esclava del Señor.
Llegados a Judá, la caravana continuaba. La despedida fue como la
de un padre y una hija, tal era el cariño que les unió en tan poco
tiempo.
- María, te voy a pedir un favor. Reza para que el Señor me
conceda el favor de ver al Mesías antes de morir.
- Simeón, lo haré y espero pasar un día por Jerusalén para
conocer a Susana y a tu familia.
Al cabo de unas semanas Simeón estaba en casa, descansando
del viaje y haciendo planes con Susana. Llevaban un tiempo
considerando la posibilidad de traspasar el negocio; se resistían por
temor a no saber qué hacer ¡toda la vida trabajando! Estaban
contentos porque tenían suficiente para pasar el resto de sus vidas,
la familia era grande, estaban unidos y se apoyaban unos a otros.
Simeón confiaba todos sus pensamientos a Susana, ella le apoyaba
en sus inquietudes, se tomaba en serio lo de la estrella, por más
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que fuera un suceso extraordinario que a veces provocaba risas
entre los amigos.
Una de aquellas tardes, sentado en una silla baja a la puerta del
comercio, se le acercó un tipo alto, bien plantado; Simeón ¿puedo
hablar a solas contigo? Pasaron al interior,
- ¿Y tú quién eres?
- Soy Gabriel Arcángel, que sirvo delante de tu Señor. Hace
unos días acogiste en la caravana a una joven llamada María,
la Llena de Gracia, que será madre del Mesías ¡qué cerca lo
has tenido! Aquél juego que empezó con la estrella, va en
serio. Te has empeñado en ver al Mesías y María ha
conseguido mucho más: lo tendrás en tus brazos. Ella no
podía decirte nada; nada más llegar a casa de su prima
empezó a pedir que te concediéramos ese favor y en el cielo
nadie le va a negar nada a la Reina de los Ángeles. Dentro de
unos meses dará a luz, hacia el 25 de diciembre. Cuando
vayan a presentarlo al templo, tendrás la oportunidad que
tanto has pedido.
Desde aquél día, Simeón vivía emocionado pensando en el
momento que Gabriel les anunció. Susana compartía la misma
emoción; cerraron el negocio y los dos iban con frecuencia al
templo, esperando el encuentro. Simeón empezó a usar bastón los
días que no tenía la compañía de Susana para andar por las calles
estrechas, repletas de gente.
El atrio del Templo era un jaleo continuo, se mezclaban las voces de
los mercaderes, de los mendigos, de los amigos al encontrarse, del
ganado que reclamaba la comida.
- ¡Simeón, Simeón!
Miró a un lado y otro, no sabía de dónde le llamaban
- ¡Simeón!
Sí, ya la había visto, levantó los brazos de júbilo, salió corriendo a
su encuentro, perdió el bastón, tropezó y a punto estuvo de caer si
no fuera por aquel mozo apuesto que acompañaba a María y le
sostuvo con fuerza.
- ¡María, qué alegría!
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- Simeón ¿cómo estás? Mira, José es mi marido y éste
pequeño es Jesús, el que tú querías ver desde que la estrella
se metió en tu vida. Tómalo.
Y Simeón extendió los brazos temblorosos que recibieron al Mesías
esperado; los ojos se le nublaron de lágrimas, no distinguía que
aquella criatura le sonreía, que María y José se miraban felices y le
agradecían lo que hizo en la caravana cuando ella fue a ver a su
prima.
Simeón se serenó, dejó un beso en la frente del niño, levantó los
ojos al cielo, alzó con fuerza el tesoro que acogía en sus brazos y
entonó un cántico:
- Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse
en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador…
María y José hicieron la presentación del Niño y, a la salida, fueron
con Simeón a conocer a Susana. Se quedaron a comer y también a
dormir, la casa era grande y estaban a gusto. Los hijos y nietos de
Simeón vinieron a conocer a María, de quien tanto les había
hablado su padre. El niño se portó de maravilla, fue el centro de
todas las miradas, de todos los comentarios. José estaba muy
pendiente de María, todavía se tenía que recuperar del parto y de la
caminata hasta el templo; no conseguía que estuviera reposada,
siempre atenta a servir y ayudar a Susana.
A la mañana, con la fresca, José cargó las alforjas con las frutas,
verduras y dulces que Susana les preparó durante la noche. El niño
dormía en los brazos de María, sentada sobre el burro. Y se
volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
Simeón y Susana, cogidos de la mano, les vieron alejarse mientras
rezaban en voz alta, dando gracias a Dios por la maravilla vivida al
recibirlo en su casa.
2 de febrero de 2020
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Rafael Dolader Sancho
rdolader@