Día tras día, desde que he llegado a España, muy
a menudo escucho quejas sobre la situación que estamos atravesando. «Me
preocupa España», decía yo mismo en esta misma página la semana pasada,
haciéndome eco del ambiente que se respira. No es para menos, es cierto.
Porque a la situación de grave crisis económica con todas sus secuelas y
compañías, para la que se atisba ya con realismo y verdad una salida cada día
menos lejana, una luz que pudiera preludiar el final de un túnel, se unen otras
crisis más hondas, de las que la económica es un reflejo visible, pero no lo
más importante, para las que, sin embargo, a mi entender, no se están tomando
mancomunadamente las medidas requeridas y posibles, ni se adoptan las
respuestas que debieran ser prioritarias en estos momentos; es más, creo
personalmente que esas otras crisis más hondas nos se las considera ni se las
valora suficientemente como tales. Me refiero concretamente a las crisis de
sentido de la vida, crisis humana, moral y de valores universales, crisis
espiritual y social, crisis en los matrimonios y en las familias, sacudidas en
su verdad más auténtica, crisis de sentido y del sentido de la verdad, crisis
en la Educación y en las instituciones educativas, derrumbe de principios
sólidos, confusión de conceptos y de derechos humanos fundamentales no creados
por el hombre, relativismo moral y gnoseológico, nihilismo y vacío, disfrute a
toda costa y dominio del tener y del bienestar sobre el ser, falta de
esperanza, libertades sin norte y pérdida de la verdadera libertad, laicismo
ideológico, pérdida u opacidad del sentido de trascendencia, etc. Todo ello, en
su conjunto, está quebrando nuestra sociedad y el verdadero sentido del hombre.
Se está imponiendo o se ha impuesto una nueva cultura, un proyecto de
humanidad que comparte una visión antropológica radical que cambia la visión que
nos da identidad y nos configura como pueblo, y hasta como continente, me
atrevo a decir: la identidad recibida de nuestros antecesores en nuestra
historia común. En el fondo detrás de todo ello estimo está la pérdida grave o
el oscurecimiento espeso del sentido de la persona y de su dignidad. Y añado
más: detrás se encuentra la ofuscación, reducción e incluso abandono de la
referencia del sentido de la trascendencia y de la razón natural, o más
precisamente aún, el abandono y el olvido de Dios, que es olvido y negación del
hombre, aunque no se quiera reconocer así. Todo esto conduce y nos está
haciendo padecer una verdadera situación patológica.
Sé que me van a criticar –¿qué importa?–, pero nuestra sociedad está
enferma, muy enferma y no podemos ocultarlo; y hay que decirlo, aunque resulte
políticamente incorrecto decirlo o se me tilde de pesimista, de profeta de
calamidades. Habría que estar ciego para no ver lo que nos pasa, para negarlo,
porque tal vez se ha perdido capacidad para conocerlo o para afirmar lo
contrario.
Estamos padeciendo una verdadera enfermedad, manifestada en diversos
frentes, en nuestra sociedad, cuyo gran desafío o, mejor, grandes y nuevos
desafíos se resumen en su sanación urgente, si es que de verdad estamos
dispuestos a superar lo que nos aqueja. Hago mío, una vez más, enteramente el
lúcido pensamiento del Papa Benedicto XVI expresado ante la Asamblea General de
las Naciones Unidas en abril de 2008, que decía: «Cuando se está ante nuevos e
insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático,
limitado a determinar un ‘‘un terreno común’’ minimalista en los contenidos y
débil en su efectividad».
No bastan, cierto, planteamientos pragmáticos de muy cortas miras y
carentes de horizontes sobran estériles pragmatismos: la persona humana y su
dignidad, base del bien común asentado en el reconocimiento real efectivo de
los derechos humanos universales, son el fundamento que hemos de contemplar y
poner en toda su consistencia, si queremos hallar el camino sanante y
constructivo a seguir. Es fundamental y urgente un compromiso común en poner a
la persona humana y su dignidad inviolable e inmanipulable en el corazón de las
instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar la persona
humana y su verdad esencial para el mundo de la cultura, de la religión y la
ciencia, de la política, de las relaciones humanas… Sobre esta base, amplia
base, cuyo ámbito no se puede restringir, y sin ceder a una concepción relativista,
habría que caminar y edificar para alcanzar y gozar de un futuro nuevo y
esperanzador, una cultura y una civilización nuevas que entre todos hemos de
configurar. La vasta variedad de opciones y puntos de vista no puede ni debe
oscurecer el valor común y universal de la persona humana y su dignidad, que es
la gran dirección que la comunidad humana, y la nuestra en España, ha de
seguir: lo que es capaz de aunarnos a todos y sanar la patología que gravemente
nos tiene preparados. Sin olvidar nunca que esto entraña la necesaria
referencia a los derechos humanos, que son universales, como también es la
persona humana, sujeto de estos derechos. Son muchas y muy sutiles las formas
de obviar, dificultar o impedir la realización de estos derechos y la persona
humana que la cultura dominante y los poderes imperantes tienen, pero que no
son la última ni vencedora palabra y que, por lo demás, estamos llamados a
cambiar y transformar.
Entre todos es necesario y posible hacerlo; es posible y necesario
proteger y defender la dignidad de la persona humana, y no verse atrapado por
la satisfacción de meros intereses, con frecuencia particulares. No es
suficiente una sociedad del «bienestar», es necesario una sociedad del «bien
ser», que se edifique sobre ese «bien ser»: lo bueno, lo verdadero, lo que le
da su ser más propio. Esto exige un esfuerzo común educativo y la adopción de
medidas sociales concretas y de estrategias mancomunadas pertinentes y que
posibiliten y garanticen el logro de tal protección y defensa de la persona
humana, de su verdad y dignidad.
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