LA PEONZA,
EL CORDEL Y LOS
BUITRES
Aquella
mañana había ido, acompañado de dos de mis hermanas, a recoger una cesta de
guindas, de unos guindales que tenían mis padres en el Páramo. Estaban estos
guindales en la parte alta de una finca, conocida con el nombre de "la falda del Páramo".
Además
de la cesta, de las ganas de trabajar, llevaba en mi bolsillo una peonza y un cordel nuevo que servía para hacerla bailar y jugar a distintos juegos de aquellos tiempos.
Cuando
llegamos a la guindalera, para poder coger las guindas con más facilidad y
esmero, dejé la peonza y el cordel en el suelo, junto a espino que crecía a la
orilla de la finca.
Entre
coge y coge y entre come y come (llenar el buche), si hizo
hizo la hora de marchar. La cesta llena de guindas y también la barriga, aunque en ésta menos.
Hasta que no llegué a casa no advertí que me había olvidado la peonza y el
cordel en la guindalera. Había que volver al Páramo. Y volví, acompañado por mis dos hermanas.
Al llegar nos topamos con un grupo de buitres que banqueteaban, dando buena cuenta de un animal muerto depositado en lo
hondo del cárcavo. Otros estaban apartados del festín.
No sé cuantos
buitres había, pero a mi y a mis hermanas nos entregó cierto miedo, ya que había que pasar muy cerca de los
buitres para acceder a la peonza y al cordel.
Sacando
fuerzas de flaqueza, llegamos hasta el lugar donde estaba la peonza y el cordel. La cogimos y sin mirar a los lados, ni escuchar los gritos de aquellos pajarracos, nos dimos a la huida.
Lejos de aquel lugar, respiramos. Habíamos salido ilesos de aquella prueba. Habíamos
conseguido la peonza y el cordel y, sobre todo, habíamos vencido el
miedo.
PARA
ESCUCHAR