Salimos juntos del templo. Fuera soplaba un
viento fuerte, frío, desagradable. Ellos eran marido y mujer, un matrimonio,
entrado en años. Yo, el autor de estas líneas. Las primeras palabras del marido
fueron: “Estoy deshecho. Los huesos me duelen sin parar. Ahora , cuando llegue
a casa, me sentaré en el sillón. Allí me duelen menos”. La esposa, mientras
tanto, sonreía y callaba.
Traté de animarles. Para ello, hice mención
de la reciente despedida de Benedicto XVI. Les pregunté: “Visteis ayer la
salida del Papa de Roma hacia Castel Gandolfo? ¿Visteis salir el helicóptero?” Me dijeron, que sí; que lo habían visto todo;
que lo habían seguido con interés; que había sido muy emocionante.
Tercié en la conversación y añadí: “El Papa
también esta torpe, pero con que elegancia realiza sus movimientos". "Amigos,
tenemos que aprender del Papa –añadí- a ofrecer nuestras limitaciones. Los años
no perdonan y los huesos pierden fuerza con los años”.
¡Qué duro es esto, dijo el esposo. Además, qué
mal está el mundo. Qué mal están todas las cosas!”. Mientras pronunciaba estas
frases, el hombre mostraba una cara de pena exagerada y la mujer de extrañeza.
Mientras, yo, recordando unas palabras de San Pablo, les dije: “Para los que
aman a Dios, todo sirve para bien”.
“Sí, todo para bien -dijo el anciano- , pero
tengo unos nietos que no pisan la iglesia. ¡Qué pena!. Yo venga a rezar, pero
nada. Siguen siempre igual”. Noté que lo decía lleno de amargura. Traté de animarle.
Seguimos hablando por el camino. Al fin,
llegamos a casa. Tomamos el ascensor, juntos. El iba al primero -la mujer se había ido a hacer algún encargo-,
yo al tercero. Llegamos al primero. Cuando
yo pensaba que había influido en su ánimo, el hombre me dijo: “¡Qué
triste es esto, qué mal está todo! No pude decirle otra cosa que: ¡¡¡Animo!!!
¡¡¡Al final, si somos fieles, nos llamaremos vencedores!!!