sábado, 3 de abril de 2010


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SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
MARTES
SAN JUAN 3, 5-15

Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo y le dijo:
—¿Cómo puede ser esto?
Contestó Jesús:
—¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis, ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.

Para entrar en el Reino de Dios —dijiste a Nicodemo— había que nacer del agua y del Espíritu. Con estas dos imágenes le dabas a entender que es necesario nacer de nuevo. Nacer del agua y nacer del Espíritu. Sólo así se podía adquirir la categoría de hijo de Dios y la libertad necesaria para pertenecer a su familia.

Quizás Nicodemo abrió los ojos como platos o se echó las manos a la cabeza o se preguntó en voz alta qué significaba ¿nacer de nuevo? Tú, Señor, le dijiste: Nicodemo, amigo, “no te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo”. Fíjate en el viento, “sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va”. Pues así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

De nuevo intervino Nicodemo. Ahora, con una pregunta ingenua: ¿Y eso cómo pude ser? Y Tú, Señor, dijiste: ¿y tú siendo Maestro de Israel lo ignoras? Y seguiste: Hazme caso, recibe mi testimonio. Ten fe en Mí. Y para que entendiera acudiste a la serpiente de bronce levantada por Moisés en un mástil y la comparaste con tu próxima crucifixión.

Lo mismo que eran curados los mordidos por las serpientes venenosas del desierto, cuando miraban a la serpiente de bronce, los que te mirasen a Ti, quedarían salvados.

Ayúdanos a mirarte con fe y esperanza.
SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
LUNES
SAN JUAN 3, 1-8    


Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo:
—Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él.
Contestó Jesús y le dijo:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.
Nicodemo le respondió:
—¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?
Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Nicodemo era fariseo. Y jefe judío. En cierta ocasión fue a verte. Era de noche. Te llamó Maestro. Y en tu presencia confesó que habías venido a este mundo de parte de Dios. Y aportó una razón convincente: nadie podía hacer los signos que Tú hacías si Dios no estuviera con Él.

Tú, Señor, le contestaste. “Te lo aseguro, Nicodemo, el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios”. Nacer de nuevo equivalía a procurar la conversión, a cambiar de vida, aceptar la nueva ley, el nuevo mandamiento. Bienaventurados los que nazcan de nuevo porque ellos verán el Reino de Dios. Importante cuestión la que Tú predicabas: nacer de nuevo.

Nicodemo que lo entendió al pie de la letra, preguntó: ¿cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer? Entonces Tú dijiste: el que no nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos. Y no olvides que lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu.

Por eso, no te extrañes de que te haya dicho: tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Nicodemo no habló más.
SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
DOMINGO (A)
SAN JUAN 20, 19-23   

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió:
—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
—¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió:
—Si no veo en las manos la marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.
A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
—La paz esté con vosotros.
Después dijo a Tomás:
—Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Respondió Tomás y le dijo:
—¡Señor mío y Dios mío!
Jesús contestó:
—Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído.
Muchos otros milagros hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


El día había transcurrido sin sobresaltos. Ratos de conversación y ratos de silencio, de espera. Algunos habían salido a la calle. Otros permanecían encerrados. Era al atardecer. En esto, te presentaste en medio de la sala. El alboroto debió de ser grande. Pero antes de que nadie te preguntara nada, dijiste: la paz esté con vosotros.

A continuación, mostraste a los presentes —sólo faltaba Tomás— tus manos heridas y traspasadas por los clavos y tu costado abierto. Al verte, tus discípulos se alegraron sobremanera, intensamente. Por momentos desaparecieron los miedos y los temores. Todo era nuevo, distinto; mejor, maravilloso. Entonces, Tú volviste a decir: “la paz esté con vosotros”. Y soplando sobre ellos dijiste: “recibid el Espíritu Santo, perdonad y retened los pecados”. El Señor —dice el Concilio de Trento— principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia .

A los ocho días, te presentaste de nuevo. Ahora estaba también Tomás. Con él tuviste una conversación extraordinaria. Y Tomás, en muy poco tiempo, pasó de incrédulo a creyente. Y este apóstol, la figura de los que dudan, tanto de tu divinidad como de tu humanidad, es modelo de creyente sin reservas.

¡Señor mío y Dios mío!, qué buena jaculatoria.
OCTAVA DE PASCUA
SÁBADO
SAN MARCOS 16, 9-15   


Después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.
Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron.
Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo:
—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura.

Señor, resucitaste al amanecer del primer día de la semana, al tercer día de tu santa muerte. Tres días de fe y de esperanza. Al amanecer, pues, del domingo resucitaste glorioso para nunca más morir. Y te apareciste, Señor, primero a María Magdalena de la que habías echado siete demonios. ¡Cómo y con qué prontitud premiaste, Señor, el amor! María Magdalena, la de los siete demonios, la primera. Aunque antes, con toda seguridad, te habías aparecido a tu Santísima Madre y nuestra Madre, María.

Y María Magdalena, con las alas que da el amor, fue a decírselo a tus discípulos, que escondidos, esperaban, llenos de tristeza y llorando, alguna noticia. ¡La cosa no era para menos, Señor! Tres años caminando juntos, tres años oyendo tus palabras, tres años contemplando tus acciones milagrosas; tres años de charlas, de conversaciones, de desahogos, de intimidad; y, de repente, sus ojos, te vieron condenado, crucificado, muerto y sepultado.

Con asombro, en absoluto silencio, oyeron a María Magdalena que les contaba que te había visto: que Tú vivías, que ella te había visto; pero ellos no pasaban a creerlo; no sé si de alegría o de miedo; pero no lo creían.

Luego supieron que te habías aparecido a dos de ellos —los de Emaús— cuando caminaban a la aldea, y a los once cuando estaban a la mesa, y que les habías reprendido por su incredulidad y dureza de corazón.

Señor, ayúdanos a creer, con total adhesión, en tus palabras.
OCTAVA DE PASCUA
VIERNES
SAN JUAN 21, 1-14   

Después volvió a aparecerse Jesús a sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás —el llamado Dídimo—, Natanael —que era de Caná de Galilea—, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro:
—Voy a pescar.
Le contestaron:
—Nosotros también vamos contigo.
Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada.
Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla; pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús:
—Muchachos, ¡tenéis algo de comer!
— No— Le contestaron:
Él les dijo:
—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro:
—¡Es el Señor!
Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces.
Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo:
—Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo:
—Venid a comer.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle:
—¿Tú quién eres?, pues sabían que era el Señor.
Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Mar de Tiberíades. ¡Cuántas veces tus discípulos se habían encontrado contigo, Señor, en este lugar. Cuántos recuerdos y cuántas ilusiones y cuántos proyectos! Por eso, quizás, quisiste manifestarte también aquí a tus discípulos después de resucitado. Así lo cuenta uno de los protagonistas: Estábamos, entre barcas y redes, Pedro, Tomás, Natanael, mi hermano y yo y otros dos discípulos. Entonces, Pedro nos dijo que él se iba a pescar, nosotros le dijimos que le acompañábamos. Salimos, pues, los siete y subimos a la barca. Pero aquella noche no pescamos nada. Fue una anoche en blanco.

Pasada la noche, llegó el amanecer. Allí, en la orilla, estabas Tú, Señor, pero ninguno de los siete pescadores te reconocimos. Tú dijiste: que, pescadores, ¿tenéis algo que comer? Y te contestamos: nada. Tu insististe: yo os aconsejo que echéis la red al lado derecho de la barca y encontraréis pesca. Y nosotros, pescadores de toda la vida, fiados en no sé que razones (la razón a veces no tiene razones) te obedecimos y la echamos.

Al poco rato, nos vimos mal para sacar la red, por la cantidad de peces. Aquello había sido un milagro. Entonces, Juan, con total seguridad, le dijo a Pedro: ese que nos ha dicho tal y tal es Jesús, el Señor. Pedro se vistió de prisa y se echó al mar. Mientras, los demás llegamos con la barca, no estaba lejos de tierra, a unos cien metros, arrastrando la red con los peces.

Y al salir a tierra —¡qué detalle!—, vimos unas brasas y un pescado sobre ellas y pan. Y Tú, Señor, nos dijiste: acercadme los peces que acabáis de pescar. Entonces Simón Pedro sacó la red, tenía ciento cincuenta y tres peces. Tú nos dijiste: venid y comed; y nadie decía nada, ni preguntaba nada, porque estábamos seguros de que eras Tú.

Tú, Señor, siempre en los detalles, tomaste el pan y nos lo diste, y lo mismo el pescado. Y comimos felices; y escuchamos palabras de ánimo y de consuelo. Fue esta la tercera vez que Tú, Señor, te apareciste a tus discípulos después de resucitar de entre los muertos.
OCTAVA DE PASCUA
JUEVES
SAN LUCAS 24, 35-48  

Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.
Mientras ellos estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Se llenaron de espanto y de miedo, pensando que veían un espíritu. Y les dijo:
—¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.
Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acababan de creer por la alegría y estaban llenos de admiración, les dijo:
—¿Tenéis aquí algo que comer?
Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos.
Y les dijo:
—Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo:
—Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.

Los discípulos de Emaús contaban su experiencia, los otros discípulos la suya. Unos estaban felices, otros lo estaban igualmente, todos habían cambiado de aspecto, de talante, hasta de cara. En esto, cuando todavía estaban hablando de estas cosas, Tú mismo, Señor, te presentaste en medio de ellos y les dijiste: la paz esté con vosotros. Era tu saludo de resucitado, desear lo mejor: la paz, la tranquilidad.

Y todos, felices y contentos hace un momento por lo que cada uno contaba, al oírte, se turbaron y se llenaron de miedo; creían ver un espíritu. No estaban todavía acostumbrados a que Tú, Señor, les visitases y de esta manera. Era la primera vez. Era, por lo tanto, algo desconocido para ellos.

Tú, Señor, con suavidad, les dijiste: ¿Por qué os asustáis y dudáis dentro de vosotros? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Mis manos, las que tantas veces os han bendecido, las que tantas veces os han ayudado; y mis pies, los mismos pies que han recorrido con vosotros los caminos de Galilea; los mismos pies que pisaron vuestras plazas y vuestros caminos.

Pero ninguno se movía de su sitio; nadie decía nada. Todos se quedaron parados, aturdidos. Y Tú, Señor, insististe: palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Eras Tú mismo, Señor, eras Tú mismo, con tu mismo cuerpo, pero resucitado.

Y, para que se convencieran, les mostraste las manos y los pies. Tus manos benditas, tus llagas gloriosas, y tus pies hermosos de viajero divino. Y, como ellos, de pura alegría y asombro, no creían, les dijiste: ¿Tenéis algo de comer? y te ofrecieron un trozo de pez asado. Tú lo cogiste y lo comiste delante de ellos.

Ayúdanos a hacer un acto de fe en tus palabras.
OCTAVA DE PASCUA
MIÉRCOLES
SAN LUCAS 24, 13-35  

Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Y conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos; aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:
—¿Qué venías hablando entre vosotros por el camino?
Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Él les dijo:
—¿Qué ha pasado?
Y le contestaron:
—Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.
Entonces Jesús les dijo:
—¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea a donde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:
—Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.
Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:
—¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían:
—El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.
Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.

Las autoridades, Señor, te habían condenado a muerte; cumpliendo la sentencia te habían crucificado. Externamente todo había terminado. Quizás por eso, aquel mismo día, dos de tus discípulos se volvían a Emaús, su aldea, distante de Jerusalén unos trece kilómetros, a los quehaceres de siempre. Con tu muerte todo había finalizado.

Mientras caminaban con paso cansino y torpe, hablaban de lo sucedido contigo. En esto, te acercaste Tú, Señor, y te pusiste a caminar a su lado. Tan metidos estaban en sus cosas, que no te reconocieron. Tú eras para ellos, un forastero más que se unía en su camino.

Tú, Señor, para entrar en conversación, les preguntaste de qué iban hablando. Se detuvieron un instante. Comprobaste que llevaban los ojos llorosos, entristecidos. Hubo un momento de silencio. Tú callabas, ellos callaban. Al cabo de un rato, uno de ellos, llamado Cleofás, sin mirarte a la cara, respondió ¿Eres Tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha sucedido en ella estos días? ¿Es que no te has enterado de lo ocurrido?

Tú con paciencia infinita, volviste a preguntar ¿qué es lo que ha sucedido para que estéis tan tristes? Y ellos, a la vez, te dijeron: lo de Jesús de Nazaret, profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Pero los sumos sacerdotes y autoridades lo entregaron, lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Ha sido una cosa espantosa, tremenda, dolorosísima. No te lo puedes imaginar, forastero.

Nosotros —se miraron mutuamente—, y otros muchos teníamos puestas en él nuestras esperanzas. Pensábamos que iba a ser el libertador de Israel, pero no ha sido así. Es verdad que algunos de los nuestros fueron al lugar donde lo enterraron y dicen que vieron vacío el sepulcro, pero a Él no lo vieron. Y hablan también de que si unas mujeres lo vieron... y así hemos estado un tiempo, locos de temor y llenos de miedo. Por eso, hemos decido volvernos a nuestra aldea, a nuestro pueblo, a lo nuestro, a lo de siempre. Y en la aldea pasaremos el resto de nuestra vida. Trabajando y llorando la desaparición de este hombre, tan bueno, tan extraordinario. Lo extraño es que Tú, forastero, no te hayas enterado.

Entonces, Tú, Señor, les dijiste: ¡Oh necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y luego, “comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretaste en las Escrituras lo que a Ti se refería”. En esto, los tres llegasteis cerca de la aldea donde iban aquellos discípulos. Tú hiciste ademán de continuar adelante. Pero ellos no te lo permitieron. Quédate con nosotros —te dijeron— porque se hace tarde y está ya anocheciendo.

Accediste y entraste con ellos. Te invitaron a cenar. “Y estando juntos a la mesa tomaste pan, lo bendijiste, lo partiste y se lo diste a los dos”. Fue entonces, cuando “se les abrieron los ojos” como platos y “te reconocieron”. Y Tú, Señor, que una vez más habías cumplido la voluntad del Padre, desapareciste de su presencia.

Los dos, Cleofás y el otro, se levantaron de la mesa, se abrazaron, saltaron de júbilo y se dijeron: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?

Al instante regresaron a Jerusalén. La vuelta fue mucho más corta; y cuando llegaron encontraron reunidos a los Once y a otros. Todos decían lo mismo: “El Señor ha resucitado realmente”. Y aquéllos decían que te habías aparecido a Simón, y éstos contaban lo que les había pasado contigo en el camino y cómo te habían reconocido en la mesa al partir el pan.
OCTAVA DE PASCUA
MARTES
SAN JUAN 20, 11-18 



María estaba fuera llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:
—Mujer, ¿por qué lloras?
—Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto —les respondió.
Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:
—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:
—Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Jesús le dijo:
—¡María!
Ella, volviéndose, exclamó en hebreo:
—¡Rabbuni!, que quiere decir Maestro.
Jesús le dijo:
—Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.
Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:
—¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.

Más noticias sobre tu muerte y sobre tu resurrección. Ahora es San Juan: al fin, tras el juicio, la condena, la crucifixión, la muerte. Te enterraron en un sepulcro nuevo. Y allí, junto al sepulcro, María Magdalena, sufriendo y con lágrimas en los ojos, se asomó al sepulcro y, ¡oh, sorpresa!, dentro, vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y el otro a los pies, donde había sido puesto tu cuerpo. María veía pero seguía llorando.

Ellos, los ángeles, le preguntaron: mujer, ¿por qué lloras? Ella les contesta: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Por eso lloro. Y seguiré llorando. Porque yo estoy segura de que Él era inocente y lo mataron; porque yo estoy segura de que Él era inocente y murió en la cruz. Por eso lloro, y seguiré llorando. Necesito saber dónde lo han puesto. Necesito saberlo.

Dicho esto, aquella mujer dio media vuelta y te vio a Ti, Señor, de pie, pero no sabía que eras Tú. Y Tú le dices: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿qué te pasa? ¿a quién buscas? Y ella, que te tomó por el hortelano, contestó: Señor, si Tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Él era inocente, Él era inocente, Él era...

Entonces Tú, Señor, le dijiste: María. Y ella, dándose media vuelta te dijo: Rabboni (que significa Maestro). Y Tú le dices: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y al Padre vuestro, al Dios mío y al Dios vuestro.

Y María Magdalena fue y anunció a los discípulos la gran noticia: he visto al Señor y me ha dicho estas cosas. Y, con aquel gesto, se convirtió en la gran anunciadora de tu Resurrección; la gran anunciadora de la Buena Nueva. ¡Merecía la pena el haber llorado tanto!
OCTAVA DE PASCUA
LUNES
SAN MATEO 28, 8-15  

Ellas partieron al instante del sepulcro con temor y una gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y las saludó:
Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dijo:
—No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán.
Mientras ellas se iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo sucedido. Se reunieron con los ancianos, se pusieron de acuerdo y dieron una buena suma de dinero a los soldados diciéndoles: Tenéis que decir: Sus discípulos han venido de noche y lo robaron mientras nosotros estábamos dormidos. Y en el caso de que esto llegue a oídos del procurador, nosotros le calmaremos y nos encargaremos de vuestra seguridad. Ellos aceptaron el dinero y actuaron según las instrucciones recibidas. Así se divulgó este rumor entre los judíos hasta el día de hoy.

Aquellas dos mujeres, con temor y una gran alegría, corrieron a anunciar a tus discípulos lo que habían contemplado: el sepulcro vacío. De pronto, Tú mismo, Señor, saliste a su encuentro y les dijiste: “Alegraos”.

Ellas se acercaron, se postraron ante Ti, y se abrazaron a tus pies. Tú entonces victorioso y glorioso, les dijiste: no tengáis miedo, no os detengáis, id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán. ¡Qué consejos más hermosos: alegraos, no tengáis miedo y anunciad mi resurrección!

Mientras aquellas mujeres corrían, emocionadas, felices, algunos de la guardia comunicaron a los sumos sacerdotes lo ocurrido. Tras un breve diálogo llegaron a un acuerdo: les dieron una fuerte suma de dinero y les pidieron que dijeran que tus discípulos, Señor, fueron por la noche y robaron tu cuerpo mientras los soldados dormían y que nada pudieron hacer. Y, además, les advirtieron que estuvieran tranquilos que, si esto llegaba a oídos del Gobernador, ellos saldrían en su defensa. Nada había que temer.

Y así fue. Los guardias tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha difundido entre los judíos hasta el día en que San Mateo escribió esta página.

Ojalá, Señor, que tu resurrección produzca en nosotros buenos sentimientos: alegría: porque Tú, Señor, has resucitado; ausencia de miedos y temores, porque Tú, Señor, has resucitado; de ilusión para propagar esta verdad, en tu nombre porque Tú, Señor, has resucitado. Y dejar —misterio de la libertad— que otros se engañen con falsas razones.
PASCUA DE RESURRECCIÓN
DOMINGO
SAN JUAN 20, 1-9 


El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y al otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:
—Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.
Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro.
Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó. No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos. Y los discípulos se volvieron de nuevo a casa.

Tu resurrección, Señor, es el hecho central de nuestra fe. Los evangelistas nos lo cuentan de formas distintas y ofreciéndonos detalles complementarios. Ayer lo recodábamos con palabras de San Mateo, hoy lo hacemos con palabras de San Juan.

En el primer día de la semana, de madrugada, María Magdalena se acerca al sepulcro. La piedra que cerraba el sepulcro estaba quitada. El susto debió ser grandísimo. Tanto que, retirándose, comenzó a correr, llena de emoción.

Y así, corriendo, se dirigió hacia el lugar donde se encontraban Simón Pedro y Juan, y les comunicó que el sepulcro estaba vacío; que se habían llevado al Señor y no sabía dónde lo habían puesto.

Pedro y Juan salieron de inmediato hacia el lugar. Corrían al principio a la par. Pero Juan se adelantó y llegó el primero. Vio, en efecto, las vendas en el suelo, pero no entró. Luego llegó Pedro y entró en el sepulcro y vio también las vendas y el sudario aparte.

Poco después entró Juan, vio y creyó. Entró Pedro vio y creyó. Vieron y creyeron. Quizás entonces recordaron lo que Tú, Señor, les habías dicho que tenías que morir, ser sepultado y resucitar después.

Señor, ayúdanos a creer sin haber visto.