sábado, 3 de abril de 2010

OCTAVA DE PASCUA
JUEVES
SAN LUCAS 24, 35-48  

Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.
Mientras ellos estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Se llenaron de espanto y de miedo, pensando que veían un espíritu. Y les dijo:
—¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.
Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acababan de creer por la alegría y estaban llenos de admiración, les dijo:
—¿Tenéis aquí algo que comer?
Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos.
Y les dijo:
—Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo:
—Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.

Los discípulos de Emaús contaban su experiencia, los otros discípulos la suya. Unos estaban felices, otros lo estaban igualmente, todos habían cambiado de aspecto, de talante, hasta de cara. En esto, cuando todavía estaban hablando de estas cosas, Tú mismo, Señor, te presentaste en medio de ellos y les dijiste: la paz esté con vosotros. Era tu saludo de resucitado, desear lo mejor: la paz, la tranquilidad.

Y todos, felices y contentos hace un momento por lo que cada uno contaba, al oírte, se turbaron y se llenaron de miedo; creían ver un espíritu. No estaban todavía acostumbrados a que Tú, Señor, les visitases y de esta manera. Era la primera vez. Era, por lo tanto, algo desconocido para ellos.

Tú, Señor, con suavidad, les dijiste: ¿Por qué os asustáis y dudáis dentro de vosotros? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Mis manos, las que tantas veces os han bendecido, las que tantas veces os han ayudado; y mis pies, los mismos pies que han recorrido con vosotros los caminos de Galilea; los mismos pies que pisaron vuestras plazas y vuestros caminos.

Pero ninguno se movía de su sitio; nadie decía nada. Todos se quedaron parados, aturdidos. Y Tú, Señor, insististe: palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Eras Tú mismo, Señor, eras Tú mismo, con tu mismo cuerpo, pero resucitado.

Y, para que se convencieran, les mostraste las manos y los pies. Tus manos benditas, tus llagas gloriosas, y tus pies hermosos de viajero divino. Y, como ellos, de pura alegría y asombro, no creían, les dijiste: ¿Tenéis algo de comer? y te ofrecieron un trozo de pez asado. Tú lo cogiste y lo comiste delante de ellos.

Ayúdanos a hacer un acto de fe en tus palabras.

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