sábado, 8 de mayo de 2010

VI D. DE PASCUA

Según San Juan 14,23-29.


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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La Paz os dejo, mi Paz os doy: No os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.


El Señor habla, según se recoge en el Evangelio que acabamos de proclamar, en la noche de la última Cena, del amor a Dios.

El amor de que habla Jesús es algo más, mucho más, que un mero sentimiento, que un deseo ardiente. Está identificado con la fidelidad, con el cumplimiento delicado y constante de la voluntad de la persona amada.

Eso es lo que el Maestro nos enseña, cuando dice:: El que me ama guardará mi palabra. Y por si acaso no lo hemos entendido añade: El que no me ama, no guardará mis palabras.

Examinemos nuestra conducta y veamos si de verdad amamos al Señor. Y en caso contrario, tratemos de rectificar.

Y en aquellos momentos de despedida, última Cena, cuando el Señor se da cuenta de cómo la tristeza se va apoderando del corazón de sus discípulos, trata de consolarlos con- la promesa del Espíritu Santo, el Paráclito, el Consolador del alma, que vendrá después de que él se vaya, llenándoles de fuego y de luz, de fuerzas y de coraje para emprender la ingente tarea que les aguardaba.

Él será quien los acompañe entonces en las hondas soledades, que luego vendrían; quien les hablaría en las largas horas de las persecuciones y tormentos.

Y además les dice Jesús: La paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo.

La del mundo es una paz hecha de mentiras y connivencias cobardes, de consensos y cesiones mutuas. Es una paz frágil que intranquiliza más que sosiega.

La paz de Cristo, en cambio, es recia y profunda, duradera y gozosa. Por eso, dice a continuación: No tiemble vuestro corazón ni se acobarde.

No, la cobardía no es posible para quien cree en Dios, para quien está persuadido de su poder y sabiduría. El miedo es propio de quien se sabe perdido, pero no de quien se sabe salvado.

Que tiemblen los que están alejados de Dios, los que no tienen la seguridad de la esperanza, ni la fortaleza de la fe, ni tampoco el gozo del amor. Esos sí tienen razón para temblar y acobardarse, pero un hombre que es hijo de Dios, no.

Caminemos con esta persuasión y avancemos alegres por la vida, desgranando nuestros días en un ambiente de incesante gozo pascual.

Que nada ni nadie nos turbe. Que pase lo que pase, conservemos la calma, vivamos serenos y optimistas, persuadidos de que Jesús, con su muerte y con su gloria, nos ha salvado de una vez para siempre.