domingo, 7 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
LUNES
San Lucas 4, 24-30


Y añadió:
—En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.
Al oír estas cosas, todos en la Sinagoga se llenaron de ira, y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.


Llegaste, Señor, a tu pueblo. Y una tarde, como de costumbre, fuiste a la Sinagoga. Allí estaban tus paisanos, gente de tu entorno, gente conocida, vecinos, amistades. Y aquel día, a cuento de no sé qué, les dijiste que ningún profeta es bien recibido en su tierra.

Y recordaste a “los tuyos” el caso de la viuda de Sarepta (Siria), la única socorrida en tiempos de Elías, a pesar de haber tantas viudas en Israel; y el caso del leproso Naamán, el Sirio, curado por Eliseo, y por contra ninguno de los leprosos de Israel fueron curados. Eran dos casos llamativos y conocidos por todos los oyentes.

Al oírlo, todos se pusieron furiosos. Y, puestos de pie, te echaron a empujones de la Sinagoga; te corrieron por las callejas del pueblo y te llevaron hasta un barranco del monte en donde se alzaba tu pueblo. Habían decidido —no sé de que forma— despeñarte. Así acabarían contigo y dejarían de oír tus palabras. No les habías caído bien a tus paisanos.

Más Tú, Señor, te enfrentaste con estas o parecidas palabras: Amigos, no os empeñéis; no deis coces contra el aguijón; calmad vuestros ánimos; reflexionad despacio. Y a continuación, con elegancia, con poder, con autoridad te abriste paso entre ellos, ¡cómo te mirarían!, y te alejaste a tu casa, o subiste quizás al monte más cercano.

Aquella noche tu pueblo, Señor, vivió una tragedia. Habían comenzado las traiciones. Cuando lo pienso, se me estremece el alma, se me agitan mis creencias, me brota la vergüenza en el hondón de mi ser. ¡Y lo paso mal, Señor!

También yo, Señor, en algún momento no te he admitido, te he despedido de mi casa y he optado de algún modo olvidarme. Y mi corazón solitario y ausente ha quedado enmudecido.
A pesar de todo, te quiero, te reconozco como Profeta y como Mesías. Y oigo, allá, en la hondonada de mi existencia, una de tus últimas palabras: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”.