miércoles, 26 de mayo de 2010

OCTAVA SEMANA DEL T. O.

JUEVES
SAN MARCOS 10, 46-52 

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Llegan a Jericó. Y cuando salía él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos:
—Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí.
Y muchos le reprendían para que se callara. Pero él gritaba mucho más:
—Hijo de David, ten piedad de mí.
Se paró Jesús y dijo:
—Llamadle.
Llamaron al ciego diciéndole:
—¡Animo!, levántate, te llama.
Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó:
—¿Qué quieres que te haga?
El ciego le respondió:
—Rabboni, que vea —le respondió el ciego.
Entonces Jesús le dijo:
—Anda, tu fe te ha salvado.
Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino.

Jericó es una ciudad en el valle del Jordán. En otro tiempo amurallada. En tus días, Señor, ciudad de trasiego y cruce de caminos. Entre las gentes que transitaban por esta ciudad se encontraban pobres y pordioseros. Un día llegaste Tú, Señor, a Jericó y allí descansaste del trabajo de una jornada llena de actividad y de emociones.

A la mañana siguiente, cuando partías de Jericó con tus discípulos y acompañado de una gran multitud que te seguía, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, que estaba sentado al lado del camino, donde pedía limosna, comenzó a gritar: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Muchos le instaban a que callase. Pero él no hacía caso, al contrario, levantando más la voz, repetía lo mismo.

Te paraste en el camino. Aquellos gritos habían llegado hasta Ti. Mandaste que le llamaran. Le llamaron. El ciego, tan pronto oyó que le llamabais, arrojó su manto, sus cosas, dio un salto sobre el suelo y se acercó hacia Ti. La escena debió ser maravillosa: Tú, sonriente, amable. Los Apóstoles animando al ciego a que se ade-lantara. El ciego brincando de alegría; las gentes expectantes por lo que podía ocurrir.

Y enseguida, comenzasteis, Señor, un breve pero hermoso encuentro. Palabra y diálogo. ¿Qué quieres que te haga?, preguntaste. Y el ciego respondió: que vea Señor. Y Tú, Señor, con autoridad, con presteza, dijiste: Anda, tu fe te ha salvado. Y el ciego “al instante recibió la vista”. Y Tú, Señor, seguiste tu camino. Y el ciego caminaba a tu lado.

Por el camino hablarías con tus discípulos del comportamiento de Bartimeo: de su fuerza para pedir la curación, de su insistencia en su petición, del despego de sus cosas ante tu llamada, de la fe enorme que tenía, de la sencillez del diálogo que mantuvisteis, de la alegría al recobrar la vista, de la generosidad para seguirte por el camino.

Quiero Señor, como aquel ciego, tener fe en tu poder; ser constante en la oración; desprendido de mis cosas; generoso a tu llamada; agradecido por tu ayuda; responsable en la respuesta. Y al final, escuchar de Ti las palabras que dijiste a Bartimeo: Anda, tu fe ha salvado.