Y me
habló la madera
Era un
día frío y seco, puro invierno, cuando llegué al templo y vi que la imagen de
Santa Teresa de Jesús, que tantos años había visto colocada en un lateral del
presbiterio, estaba puesta sobre una peana dorada, situada en el centro del retablo
que se acababa de colocar en este templo.
Apenas me senté en el banco de madera amarillenta, la Santa comenzó a hablarme. No me hablaba con palabras humanas, sino en el silencio. Era información interior, envuelta en misterio, pero con una claridad exquisita.
Apenas me senté en el banco de madera amarillenta, la Santa comenzó a hablarme. No me hablaba con palabras humanas, sino en el silencio. Era información interior, envuelta en misterio, pero con una claridad exquisita.
Lo
primero que me dijo fue que estaba feliz ocupando su nuevo puesto. Que hacía
tiempo que estaba esperando este cambio. Que no estaba disgustada con nadie.
Ni con quienes la trajeron a esta iglesia, ni con quienes habían decidido que
ocupase el último lugar en el rango de preferencias.
"Al fin de cuentas -siguió diciendo la Santa- Jesús es el Señor y María es su Madre. Y yo -aunque santa- no dejo de ser una criatura, "vanidosilla" a veces, ligera en otras y merecedora del infierno en muchas ocasiones". (SEGUIRÁ)
"Al fin de cuentas -siguió diciendo la Santa- Jesús es el Señor y María es su Madre. Y yo -aunque santa- no dejo de ser una criatura, "vanidosilla" a veces, ligera en otras y merecedora del infierno en muchas ocasiones". (SEGUIRÁ)
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