TODOS HIJOS DE
DIOS
Siete de
enero. Día festivo en Navarra. Alrededor de mediodía emprendí camino hacia el
centro de la ciudad. Lucía un sol espléndido, una suave brisa testificaba la
presencia del invierno. Apenas encontré gente por el camino: un padre
joven con su hijo; una madre con cuatro rapazuelos en bicicleta; dos ancianos
sentados en un banco al sol y poco más. Todo lo contrario ocurrió cuando llegué al
meollo de la ciudad: la calle repleta de personas, unas caminaban
hacia arriba, otras lo hacían hacia abajo. Una de esas personas, se adivina, era yo. Y como
caminaba sin prisas, llevaba un paso lento. En realidad iba pensando: “Es tremendo, entre tanta gente, ni un solo conocido”. Hacía tiempo que no
me hacia esta reflexión. No sé porque me vino a la memoria la frase que San
Josemaría sugería nos preguntásemos todos los días: “que he hecho hoy para
acercar algunos conocidos a Nuestro Señor”? Y me decía yo: “¿Todas estas
gentes son para mi conocidos?”. No sabía que responder. Sólo acerté a repetir
muchas veces: “Señor, ruego por todos estos que ahora caminan por la calle, son tus
hijos”. Y me quedé satisfecho. Poco después, sin casi darme cuenta, abría la puerta del piso al cual me dirigía. Atrás quedaba la
gente o para mejor decir: una muchedumbre de hijos de Dios.
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