Una personalidad que se
identifique con Cristo
Reproducimos una serie de editoriales sobre la formación del carácter y la madurez cristiana. ¿Cómo influye la personalidad en la vida diaria? ¿puede cambiar una persona? ¿qué papel desarrolla la gracia?
Reproducimos una serie de editoriales sobre la formación del carácter y la madurez cristiana. ¿Cómo influye la personalidad en la vida diaria? ¿puede cambiar una persona? ¿qué papel desarrolla la gracia?
FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD
28 de Octubre de 2014
¿Por qué reacciono de ese modo? ¿Por qué soy así? ¿Podré cambiar? Son
algunas de las preguntas que alguna vez pueden asaltarnos. A veces, nos las planteamos
respecto a los demás: ¿por qué tiene ese modo de ser?... Vamos a profundizar
sobre estas cuestiones, mirando a nuestra meta: parecernos cada vez más a
Jesucristo, dejándolo obrar en nuestra existencia.
Este proceso abarca todas las dimensiones de la persona, que al divinizarse
conserva los rasgos de lo auténticamente humano, elevándolos según la vocación
cristiana. Y es que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre: perfectus
Deus, perfectus homo. En Él contemplamos la figura realizada del ser
humano, pues «Cristo Redentor (...) revela plenamente el hombre al
mismo hombre. Tal es ‒si se puede hablar así‒ la dimensión humana del misterio
de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la
dignidad y el valor propios de su humanidad»[1].
La nueva vida que hemos recibido en el Bautismo está llamada a
crecer hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del
Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo[2].
Si bien lo divino, lo sobrenatural, es el elemento decisivo en la santidad
personal, lo que une y armoniza todas las facetas del hombre, no podemos
olvidar que esto incluye, como algo intrínseco y necesario, lo humano: Si
aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos.
Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la
tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar
del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a
Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor,
que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de
imitarle a Él, que es "perfectus Deus, perfectus homo"[3].
La tarea de formar el carácter
La acción de la gracia en las almas va de la mano con un crecimiento en la
madurez humana, en la perfección del carácter. Por eso, al mismo tiempo que
cultiva las virtudes sobrenaturales, un cristiano que busca la santidad
procurará alcanzar los hábitos, modos de hacer y de pensar que caracterizan a
alguien como maduro y equilibrado. Se moverá no por un simple afán de
perfección, sino para reflejar la vida de Cristo; por eso, san Josemaría anima
a examinarse: —Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en
ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas
pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?...
¿Está ahí Cristo? —¡¡No!! La respuesta nos da una clave para
emprender esta tarea: —De acuerdo: debes tener personalidad, pero la
tuya ha de procurar identificarse con Cristo[4]
En la propia personalidad influye tanto lo que se hereda y se manifiesta
desde el nacimiento, que suele llamarse temperamento, como aquellos aspectos
que se han adquirido por la educación, las decisiones personales, el trato con
los demás y con Dios, y otros muchos factores, que incluso pueden ser
inconscientes.
De este modo, existen distintos tipos de personalidades o caracteres
‒extrovertidos o tímidos, fogosos o reservados, despreocupados o aprensivos,
etc.‒, que se expresan en el modo de trabajar, de relacionarse con los demás,
de considerar los acontecimientos diarios.
Estos elementos influyen en la vida moral, al facilitar el desarrollo de
ciertas virtudes o, si falta el empeño por moldearlos, la aparición de
defectos: por ejemplo, una personalidad emprendedora puede ayudar a cultivar la
laboriosidad, con tal de que al mismo tiempo se viva una disciplina que evitará
el defecto de la inconstancia y del activismo.
Dios cuenta con nuestra personalidad para llevarnos por caminos de
santidad. El modo de ser de cada uno es como una tierra fértil que se ha de
cultivar: basta quitar con paciencia y alegría las piedras y malas hierbas que
impiden la acción de la gracia, y comenzará a dar fruto, una parte el
ciento, otra el sesenta y otra el treinta[5]
Cada quien puede hacer rendir los talentos que ha recibido de las manos de
Dios, si se deja transformar por la acción del Espíritu Santo, forjando una
personalidad que refleje el rostro de Cristo, sin que esto quite para nada los
propios acentos, pues variados son los santos del cielo, que cada
uno tiene sus notas personales especialísimas[6].
Si bien hemos de robustecer y pulir la propia personalidad para que se
ajuste a un estilo cristiano, no podemos pensar que el ideal sería convertirse
en una especie de "superhombre" En realidad, el modelo es siempre
Jesucristo, que posee una naturaleza humana igual que la nuestra, pero perfecta
en su normalidad y elevada por la gracia.
Desde luego, encontramos un ejemplo excelso también en la Santísima Virgen
María: en Ella se da la plenitud de lo humano… y de la normalidad. La
proverbial humildad y sencillez de María, quizá sus cualidades más valoradas en
toda la tradición cristiana, junto a su cercanía, cariño y ternura por todos
sus hijos ‒que son virtudes de una buena madre de familia‒, son la mejor
confirmación de ese hecho: la perfección de una criatura ‒ ¡Más que
tú sólo Dios![7]‒,
tan plenamente humana, tan encantadoramente mujer: ¡la Señora por excelencia!
Madurez humana y sobrenatural
La palabra "madurez" significa primero estar en sazón, a punto, y
por extensión hace referencia a la plenitud del ser. Implica también el
cumplimiento de la propia tarea. Por eso, su mejor paradigma lo podemos
encontrar en la vida del Señor. Contemplarla en los Evangelios y ver cómo
Cristo trata a las personas, su fortaleza ante el sufrimiento, la decisión con
que acometió la misión recibida del Padre, todo esto nos da el criterio de la
madurez.
Al mismo tiempo, nuestra fe incorpora todos los valores nobles que se
encuentran en las distintas culturas, y por eso también es útil retomar,
purificándolos, los criterios clásicos de madurez humana. Es algo que se ha
hecho a lo largo de la historia de la espiritualidad cristiana, en mayor o
menor medida, de forma más o menos explícita.
El mundo clásico greco-romano, por ejemplo, que tan sabiamente
cristianizaron los Padres de la Iglesia, colocó al centro del ideal de madurez
humana especialmente la "sabiduría" y la "prudencia",
entendidas con diversos matices. Los filósofos y teólogos cristianos de aquella
época enriquecieron esta concepción, señalando la preeminencia de las virtudes
teologales, de modo especial la caridad comovínculo de la perfección[8],
en palabras de san Pablo, y que da forma a todas las virtudes.
Actualmente, el estudio sobre la madurez humana se ha complementado con las
distintas perspectivas que ofrecen las ciencias modernas. Sus conclusiones son
útiles en la medida en que parten de una visión del hombre abierta al mensaje
cristiano.
Así, algunos suelen distinguir tres campos fundamentales en la madurez:
intelectual, emotiva y social. Rasgos significativos de madurez intelectual
pueden ser: un adecuado concepto de sí mismo (cercanía entre lo que uno piensa
que es y lo que realmente es, en la que influye decisivamente la sinceridad con
uno mismo); una filosofía correcta de la vida; establecer personalmente metas y
fines claros, pero con horizontes abiertos e ilimitados (en amplitud,
profundidad e intensidad); un conjunto armónico de valores; una clara
certidumbre ético-moral; un sano realismo ante el mundo propio y ajeno; la
capacidad de reflexión y análisis sereno de los problemas; la creatividad y la
iniciativa; etc.
Entre los rasgos de madurez emotiva, sin ninguna pretensión de
exhaustividad, cabría señalar: el saber reaccionar proporcionalmente ante los
sucesos de la vida, sin dejarse abatir por el fracaso ni perder el realismo en
el éxito; la capacidad de control flexible y constructivo de sí mismo; el saber
amar, ser generosos y donarse a los demás; la seguridad y firmeza en las
decisiones y compromisos; la serenidad y capacidad de superación ante los retos
y las dificultades; el optimismo, la alegría, la simpatía y el buen humor.
Finalmente, como parte de la madurez social encontramos: el afecto sincero
por los demás, el respeto a sus derechos y el deseo de descubrir y aliviar sus
necesidades; la comprensión de la diversidad de opiniones, valores o rasgos
culturales, sin prejuicios; la capacidad de crítica e independencia frente a la
cultura dominante, el entorno y el ambiente, los grupos de presión o las modas;
una naturalidad en el comportamiento que lleva a actuar sin convencionalismos;
ser capaces de escuchar y comprender; la facilidad para colaborar con otros.
Javier Sese
PARA VER Y ESCUCHAR
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[1] San Juan Pablo
II, Enc. Redemptor Hominis, n. 10.
[2] Ef 4,13.
[3] Amigos de
Dios, n. 75.
[4] Forja, n.
468.
[5] Mt 13,8.
[6] Camino,
n. 947.
[7] Camino,
n. 496.
[8] Col 3,14.