sábado, 6 de marzo de 2010


III DOMINGO DE CUARESMA

Evangelio según San Lucas 13,1-9.


En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó:
-¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Y les dijo esta parábola:
Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
-Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?
Pero el viñador contestó:
-Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y la echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.


A veces, los hombres y las mujeres, todos, vivimos en una actitud de soberbia clamorosa: pensamos que todo lo hacemos bien, que nada tenemos que cambiar en la vida, que nadie tiene por qué decirnos qué es lo que tenemos que hacer, en una palabra: que no necesitamos cambiar nada.
Esta actitud no es buena. No es buena para la vida material y, sobre todo, no es buena para la vida espiritual. Porque es una actitud de soberbia. Y para la vida espiritual, la actitud de soberbia, es una actitud peligrosa. Es peligrosa porque es camino para no avanzar nada, para vivir siempre igual, para perder la fortaleza de la fe.

Hoy Jesús nos hace una invitación muy seria a la conversión. La conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos de "modo" diverso; nos ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien.

En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias (cf. Benedicto XVI, Ángelus 11-III-2007).

¿Qué significa conversión. Conversión significa cambiar de mentalidad, cambiar el corazón, –o mejor aún, dejar que el Señor nos vaya cambiando el corazón– cambiar de forma de pensar para cambiar de forma de vivir.

Jesús en su Evangelio nos invita a vivir en una actitud permanente de conversión.
Es decir, Jesús nos invita a tratar de descubrir qué es lo que hay en nuestra vida que no se ajusta a la voluntad de Dios, a tratar de descubrir qué es lo que hemos de cambiar en nuestra vida para que sea una vida auténticamente cristiana.

Jesús nos invita a tener siempre los ojos muy abiertos –nos invita a dejar que la luz de la Palabra de Dios ilumine toda nuestra vida– para ver en qué cosas todavía no hemos llegado a vivir como Él quiere que vivamos. Nos invita a no conformarnos en ser como somos, sino en tratar de crecer, de superarnos cada día.

No se trata de vivir con amargura y con obsesión pensando que somos “malos”, o que nuestra vida no tiene remedio, sino en vivir con alegría y con ilusión pensando que podemos ser mejores y que ¡vale la pena luchar por ello!

Se trata no de vivir derrotados por el peso de nuestros pecados, sino de poner nuestra vida en las manos del Señor y pedirle cada día un corazón nuevo, pedirle cada día que nos vaya transformando.

Se trata de colaborar con el Señor que quiere hacer en nuestra vida una historia de amor y de salvación. Y luego no agobiarse por los resultados, sino vivir descansados en la misericordia y el amor de Dios, que nos ama tanto que ha dado la vida por nosotros.