EL DEBER DE PASEAR
Sé que tengo que pasear todos los días. Así
me lo recomiendan, de vez en cuando, los médicos y me lo recuerdan,
constantemente, los que están cerca de mí. Pero esto no quita, que a veces, el
tener que pasear cueste algo y a veces mucho.
Cuesta pasear, quizás más al principio,
cuando después de un periodo de tiempo, más o menos largo, se ha dejado de
hacer ejercicio. Después, cuando se le va cogiendo “cierto gusto”, pasear
cuesta menos.
A todo esto, hay que añadir, que si el tiempo
no acompaña, por frío, lluvia, viento, calor, disculparse de cumplir esta “sana
medicina” que es el pasear, cueste todavía más.
Esto más o menos es lo que me ha pasado hoy.
Me costaba salir a pasear, el viento que soplaba fuerte, me ayudaba a
resistirme. Y si, además, las nubes se paseaban por encima de nuestras cabezas,
amenazando lluvia, todo ello no eran más que rémoras al cumplimiento de un
deber.
Pero esta vez, ojalá cunda, vencí las
dificultades, las internas y las externas, todas; y me tiré al ruedo, es decir
salí decidido a pasear. Y tuve suerte, las nueves dejaron ver el sol a ratos,
el viento se fue amainando en cierta medida, por lo que el deseo de pasear fue
creciendo.
Una hora estuve dándole que te pego a los
pies. Saludé a viejos amigos, hablé con otros menos conocidos, encomendé a
todos y cumplí con la tarea felizmente.
Una hora de paseo: el cuerpo más cansado, los pelos de la cabeza revueltos,
pero al final, la satisfacción del deber cumplido.
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