MERECIDAS
VACACIONES
DE VERANO
Hasta
finales de julio permanecí en Villasarracino, en casa de mis padres. Fueron días
de auténtica paz y de palpable sosiego. El sacerdocio recién estrenado me llenaba de gozo y toda una tarea sacerdotal por delante, me entusiasmaba.
Aproveché
aquellos días de vacaciones, para rezar con más paz y sosiego el Oficio divino;
para hacer un rato de oración cada día junto al Señor, presente en el Sagrario;
para celebrar la Santa Misa, acompañado de los míos, con la mayor devoción posible.
Era
entonces costumbre de celebrar solos. No se concelebraba. De ahí que a veces dijéramos
Misa dos o tres sacerdotes a la vez, pero en distintos altares. A los nuevos nos
gustaba celebrar en los altares del Cristo, del Rosario, del Carmen,
de Arbas.
También
dediqué algún tiempo de aquellos días, a conocer mejor la geografía
del pueblo al que había sido destinado. Aprendí aquellos días un poco más de
Barruelo de Santullán, de sus tierras, de sus gentes.
Uno de los
recuerdos que guardo de aquellos días de julio, es la alegría que traslucía el
rostro de mi madre cuando, de regreso del campo, me veía vestido de sotana e
ilusionado con mi ministerio. Lo mismo que mi padre, aunque lo exteriorizara
menos.
De los
ratos que pasé junto a los sacerdotes mayores de Villasarracino, aprendí muchas
cosas. De Don Teodoro, el amor a la Parroquia, el amor a la liturgia y el
cuidado de las cosas sagradas; de Don Avelino, el amor al estudio, el afán por la
formación permanente y la educación en buenos modales.
Los paseos
al caer la tarde, eran deliciosos. Mientras los labradores trabajaban duro en
las eras o en el campo, los sacerdotes entrelazábamos en nuestras conversaciones
la experiencia de los años y los sueños de los comienzos.