miércoles, 9 de junio de 2010

DÉCIMA SEMANA DEL T. O.

JUEVES
SAN MATEO 5, 20-26

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Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
»Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: Todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; el que le maldiga será reo del fuego del infierno. Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda. Ponte de acuerdo cuanto antes con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al alguacil y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que restituyas la última moneda.

Entrar en el Reino de los Cielos es la meta que el hombre debe conseguir. Para eso, hemos sido creados por Dios. Para servirle en esta vida y después gozar de su compañía en la vida eterna. Pero para entrar en el Reino de los Cielos —según tus palabras— debemos superar en “justicia” a los escribas y a los fariseos.

Señor, para eso, nos recordaste una serie de peldaños a subir, una serie de acciones a realizar, unos mandamientos imprescindibles que cumplir. Habéis oído que se dijo..., pero yo os digo. Esta era la fórmula que acababas de introducir para establecer las diferencias entre tu programa y el Antiguo. Habías afirmado que llevarías a plenitud la Ley Antigua, y comenzabas a establecer las bases para realizarlo, a marcar las diferencias. Se dijo..., os digo.

Y hablaste del “no matar antiguo”, que seguías manteniendo. Pero ahora reforzabas su exigencia. Exigías: no sólo no hacer daño sino amar al hermano; no sólo no quitar la vida sino demostrar comprensión con el hermano; incluso exigías rehacer la fraternidad si esta se hubiera roto o quebrado; exigías hasta dejar la ofrenda ante el altar e ir primero a reconciliarte con el hermano.

Exigías no sólo no matar, sino perdonar, querer, amar al hermano. Con tu vida y con tus palabras, Señor, habías dado un salto gigantesco en la historia de la salvación. Algo importante acababa de empezar.