martes, 15 de junio de 2010

Hoy te ofrezco, amigo blogero que me sigues, varios COMENTARIOS JUNTOS. Concretamente los que van desde el día 16 de junio hasta el día 26 del mismo mes. Puedes leerlos de arriba hacia abajo. Ya me disculparás, pero voy a estar fuera estos días. Os dejo en compañía de este sacerdote que recientemente coronó "la última cima"  de su vida y goza ya de Dios en el cielo. Un saludo muy cordial. Pido vuestra oración, yo rezaré por vosotros.

CON UN SOLO GOLPE DE CLIC:   http://www.laultimacima.com/


UNDÉCIMA SEMANA DEL T. O.

MIÉRCOLES
SAN MATEO 6, 1-6, 16-18

»Guardaos bien de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.
»Por tanto, cuando des limosna no lo vayas pregonando, como hacen los hipócritas en las Sinagogas y en las calles, con el fin de que los ala-ben los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede en oculto; de este modo, tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.
»Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las Sinagogas y en las esquinas de las plazas, para ex-hibirse delante de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre que ve en lo oculto, te recompensará. (...)

»Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfi-guran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que ve en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.

Nos has enseñado, Señor, a hacer muchas cosas. Y también a cuidar el modo de realizarlas. Hacer el bien, sin buscar el aplauso de las gentes. Hacer el bien, esperando sólo la recompensa del cie-lo. Un hermoso —aunque difícil— estilo de vida. Un consejo lleno de sabiduría y saber.

Luego, Señor, nos señalaste tres momentos concretos que había que cuidar: la hora de hacer limosna, la hora de orar; la hora de ayunar. Tres momentos importantes y básicos en la vida del hom-bre.

Ayúdanos, Señor, a hacer nuestras tareas por Ti. A cumplir nuestras obligaciones sin buscar aplausos humanos, a realizar nues-tras obras buenas, sin esperar parabienes pasajeros; a trabajar cada día, sin anhelar homenajes fugaces. Esperar sólo tu aprobación, tu premio, tu recompensa.

Que cuando demos limosna, no busquemos que la cantidad en-tregada figure en las listas de los bienhechores; que cuando haga-mos oración, no indaguemos por ver si nuestro nombre figura en el grupo de los piadosos; que cuando ayunemos no pretendamos que el dolor y el sacrificio se reflejen en nuestro rostro.

Que cuando demos limosna, oremos y ayunemos lo hagamos para la mayor gloria de Dios, para el bien de los demás, para repa-rar por nuestras faltas; que cuando ayudemos a los demás, recemos por ellos, nos sacrifiquemos por ellos, sepamos decir: siervos inúti-les somos, lo que teníamos que hacer eso hemos hecho.

Sólo así, Dios nuestro Padre que ve lo escondido, que habita en lo oculto, que advierte todas las cosas, nos recompensará. Y con creces. El nunca se deja ganar en generosidad.


UNDÉCIMA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 6, 7-15

Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos; porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:
Padre nuestro, que estás en los cielos,
santificado sea tu Nombre;
venga tu Reino;
hágase tu voluntad
como en el cielo, también en la tierra;
danos hoy nuestro pan cotidiano;
y perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos
a nuestros deudores;
y no nos pongas en tentación,
sino líbranos del mal.
»Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os per-donará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tam-poco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.

Orar es hablar contigo. Y para hablar contigo, Señor, no es ne-cesario emplear muchas palabras. Los gentiles sí las usan. Piensan ellos que así serán mejor escuchados. Vosotros no debéis actuar de esa manera. No debéis ser como ellos.

Vosotros orad como Yo os he enseñado. Y esta fue la oración que Tú nos regalaste: una oración sencilla, pero completa; breve, pero intensa; espiritual, pero terrena. Quiero contigo, en este rato, repasar su contendido, y destacar algún aspecto. Tú harás el resto, como siempre.

Padre nuestro, aunque no te haya visto nunca; aunque todavía no conozca tu casa. Padre nuestro, y de todos; de los hombres y de las mujeres de los de hoy, y de los de ayer, y de los de todos los tiempos. Padre nuestro, ahora en la sombra de la fe, y un día en la contemplación de la gloria.

Que estás en los cielos, y entre nosotros; que estás en la gloria celeste y que entre los avatares de este mundo; que estás junto a Dios y en todo lugar y sitio; que estás en los cielos y en el fondo de nuestras almas en gracia.

Santificado sea tu nombre, santificado sea por nosotros y por los ángeles y por los santos de Dios; por las obras por Ti creadas y por las palabras creadas por nosotros: santificado sea tu nombre, ahora y por todos los siglos.

Venga tu reino, y se haga tu voluntad, así en la tierra como en cielo; y danos, Señor, el alimento del pan; y perdona nuestros pe-cados; y ayúdanos a perdonar; y no nos dejes caer en la idolatría y líbranos de ser aplastados por el mal y el maligno. Amen.

UNDÉCIMA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 6, 19-23

»No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el cielo, donde ni polilla ni herrumbre corroen, y don-de los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí es-tará tu corazón.
»La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo esta-rá en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!

¡Amontonar tesoros! ¿Qué es un tesoro? ¿A qué llamamos teso-ro? Tesoro es un conjunto de perlas, de collares, de anillos de oro o de plata, todo ello encerrado en un cofre misterioso. Tesoro es una cartilla depositada en un Banco; tesoro es un bloque de pisos ubi-cados en una ciudad; tesoro un grupo de fincas localizadas en un campo; tesoro es una obra de arte perteneciente a un autor famoso, una biblioteca repleta de libros, un coche superlujoso, un jardín inmenso, un huerto sembrado de azafranes. ¡hay muchas clases de tesoros!

A todos estos tesoros los corroe la polilla, los roban los ladro-nes. En el mejor de los casos, los pueden heredar los hijos, recibir los sobrinos, el Convento, la Administración. Ninguna de las ri-quezas antes dichas es carga posible del viaje definitivo. Ninguno de esos tesoros se pueden llevar a la otra vida. Todo hay que dejar-lo aquí en la tierra. También los tesoros que consideramos peque-ños, la pluma de escribir, el libro preferido, la paleta de tenis, el cuadro del pasillo, todo.

Importa, pues, obtener tesoros para el Cielo, donde ni la polilla llega, ni donde acuden los ladrones. ¿Y cuáles son esos tesoros? Aunque en este texto evangélico nada se dice, por otros lugares de la Escritura, sabemos que los tesoros que interesa almacenar y guardar para el Cielo son las buenas obras: las corporales y las es-pirituales.

Incumbe, pues, poner el corazón en estas obras valiosas y con valor permanente. Poner el corazón, donde está el tesoro verdade-ro. Allí donde está el auténtico tesoro, allí hay que poner el cora-zón. El tesoro de la tierra es frágil, caduco, perecedero; el tesoro del cielo estable, permanente, eterno.

UNDÉCIMA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 6, 24-34

»Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al se-gundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.
»Por eso os digo: No estéis preocupados por vuestra vida, qué vais a comer; o por vuestro cuerpo, con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a las aves del cielo, no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros por mucho que cavile puede añadir un solo co-do a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hier-ba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis pre-ocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados.
»Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el maña-na traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad.

Naciste, Señor, en la pobreza de un establo vacío. Fuiste arru-llado por los brazos de una mujer pobre y sencilla. Dormiste al compás del serrucho de un modesto carpintero. Viviste en el am-biente pobre e indigente de una familia de trabajadores. En tu casa, en tu familia, en tu vida prevaleció la austeridad, la necesidad, la escasez.

Comenzaste la vida pública, sin medios, sin poder, sin riquezas. “Ni siquiera tenías donde descansar”. A tus primeros discípulos les sorprendió especialmente esta faceta. A la vez, a los que iban a ser tus amigos, el mundo les mostraba otros valores, otras fuerzas, otros poderes. Y ahí andaban, arrastrados por el imán de la riqueza y atraídos por la fuerza divina de tu ejemplo.

Un día, ante esta lucha interna y externa, quisiste enseñarles a ellos y a todos nosotros, el verdadero valor de la pobreza. Dijiste: “no se puede servir a dos señores”; no se puede “servir a Dios y a las riquezas”. Tus discípulos, Señor, ante estas palabras, quedaron gratamente extrañados.

Entonces, Tú, con ellos y junto a ellos, diste un repaso a sus vi-das. Y les hablaste de la comida, de la bebida, del vestido, de las cosas más urgentes. Y les hablaste de las aves del cielo y de la hierba del campo. Y les dijiste: una sola cosa es necesaria: buscar el Reino de Dios y su justicia; lo demás es añadidura, es algo acci-dental.

La pobreza como simple carencia de bienes es mala y Tú no la quieres y nosotros debemos luchar contra ella. Pero la pobreza co-mo virtud es admirable y los bienes externos e internos (salud, sa-biduría, inteligencia, etc.) puestos al servicio de tu Reino son nece-sarios. Esta pobreza que Tú quieres, Señor, yo también la quiero.

DUODÉCIMA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 10, 26-33

No les tengáis miedo, pues nada hay oculto que no vaya a ser descu-bierto, ni secreto que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno. ¿No se vende un par de pajarillos por un as? Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos con-tados. Por tanto, no tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos paja-rillos.
»A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le con-fesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que es-tá en los cielos.

Seguimos a la escucha de tus instrucciones. De aquellas ins-trucciones que un día ofreciste a tus discípulos y que son útiles hoy también para nosotros. Son instrucciones, al parecer, elementales, sencillas, pero llenas de profunda sabiduría. Ayúdanos a entender-las, a practicarlas a lo largo de nuestra vida.

Nos pides, Señor, que huyamos del miedo; que tengamos valor a la hora de predicar tu mensaje; que salgamos airosos a la calle a pregonar tu doctrina; que no temamos a quienes nos pueden dañar el cuerpo. Que sólo temamos a quien puede matarnos el alma.

Ayúdanos a ser valientes, Señor; a desterrar de entre nosotros el miedo al fracaso; a huir del temor a quedar mal, de hacer el ridícu-lo; de pensar que algunos podrán reírse de nosotros; de ser despre-ciados.

Hermosa y clara lección. Y para que mejor se nos grabara, acu-diste, Señor, a dos ejemplos de la vida ordinaria: el cuidado que Dios dispensa a sus criaturas y el conocimiento que tiene de todas las cosas, hasta de las mínimas. Ni un solo pajarillo caerá en tierra sin que Dios lo permita; ni un solo cabello de la cabeza pasa des-apercibido para Dios.

Por tanto, guerra al miedo. A procurar vivir felices, contentos, llenos de optimismo, alegres. Cada uno de nosotros valemos más que mil pajarillos; somos amados por Dios. Y añadiste: quien me ame y me dé a conocer a los demás, recibirá el premio del cielo; quien se acobarde y me niegue también Yo le negaré.

DUODÉCIMA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN MATEO 7, 1-5

»No juzguéis y no seréis juzgados. Porque con el juicio con que juz-guéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá.
»¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo vas a decir a tu hermano: “Deja que saque la mota de tu ojo”, cuando tú tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.

Siguen tus instrucciones. A ellas volvemos de nuevo. ¡Nos son tan necesarias! ¡Nos son de tanto provecho! ¡Nunca podremos de-cir que las hemos entendido del todo, y menos aún, afirmar que las hemos cumplido al detalle!

Hoy nos recuerdas la necesidad de no juzgar a nadie; de ser compresivos ante los fallos ajenos; de saber disculpar los errores extraños; de buscar atenuantes a las cosas del prójimo; de no sen-tenciar con precipitación; de saber escuchar las dos partes; de dar tiempo al tiempo.

Si no juzgamos, tampoco nos juzgarán; la medida que usemos con los demás la usarán con nosotros; si queremos justicia, haga-mos justicia; si queremos piedad, seamos piadosos; si queremos misericordia, seamos misericordiosos; si queremos ser amados, amemos primero nosotros.

Y como siempre, Señor, para que mejor entendiéramos tu doc-trina, acudiste a un símil. Esta vez, la semejanza iba cargada de cierta exageración: señalaste la diferencia entre una mota y una vi-ga. Para mejor entender la cuestión, he acudido al diccionario. Dice el diccionario: mota: pequeña partícula de cualquier materia per-ceptible sobre un fondo; viga: pieza horizontal de una construc-ción, destinada a soportar una casa.

La aplicación era clara: Primero eliminar el grueso defecto pro-pio, y luego tratar de corregir el defecto pequeño del hermano; primero juzgar el grave comportamiento propio, y luego ayudar a eliminar el defecto mínimo del hermano; primero mirarse a uno mismo y cambiar, y luego ayudar a cambiar al hermano.

¡Nos conviene tanto volver a meditar tus instrucciones!

DUODÉCIMA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 7, 6.12-14

“No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y revolviéndose os despeda-cen. (..) »Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: esta es la Ley y los Profetas. »Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué an-gosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué po-cos son los que la encuentran!

Más preceptos. Cortos, precisos, útiles. Tu misión era enseñar. La realizabas con el ejemplo de tu propia vida, con la predicación de tu exquisita doctrina. Unas veces, a través de extraordinarias pa-rábolas; otras, con extensos discursos; en ocasiones, con breves consejos, con normas sencillas, con preceptos atinados.

Acudías, para ello, a la vida ordinaria. Vida en la que habías vi-vido durante treinta años. En Nazaret, a buen seguro, habrías cono-cido el valor de las tierras, la grandeza de sus gentes; sus viejas costumbres y sus normas más recientes; la geografía de sus campos y el comportamiento de sus ganados. No es de extrañar que allí ad-virtieras la conducta del perro y el proceder de otros animales do-mésticos.

En esta ocasión, para adoctrinar a “los tuyos” con el objeto de que no malgastasen las cosas santas, de que no utilizasen los obje-tos santos de forma indecorosa, de que no malbarataran los recuer-dos de familia, acudiste al modo de ser de ciertos animales. No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cer-dos. Las destrozarán.

Y tras apuntar hechos evidentes, de sentido común, nos ofrecis-te un consejo extraordinario, una regla de oro inolvidable. Regla a la que debemos estimar más que a las perlas preciosas; más que a las cosas de magnífico valor. Fue está: Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos.

Luego añadiste otra enseñanza tomada de la vida urbana: lo de las dos puertas: la angosta y la amplia. Aunque parecía un juego de palabras, encerraba una sublime lección: la necesidad de elegir el camino, la puerta para entrar.


DUODÉCIMA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 7, 15-20

»Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoce-réis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.

Seguiste con otros preceptos. Qué necesarios iban a ser para tus discípulos —dispuestos como estaban a predicar tu doctrina— es-tos consejos de hoy: Guardaos bien de los falsos profetas, que se acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces.

Era necesario salir a predicar la Buena Nueva a las gentes; era imperioso seguir en la tierra la obra por Ti iniciada; era ineludible llegar hasta el último rincón del mundo y bautizar a todas las gen-tes; pero era indispensable también vigilar, cuidar de no ser enga-ñados por los falsos profetas en esa hermosa tarea.

Para que conocieran la autenticidad de la predicación de otras personas, les diste una prueba definitiva, una medida exacta: la existencia de frutos. Las palabras, las promesas, los juicios habría que contar con ellos, pero lo que importaba examinar eran los fru-tos. La calidad de los frutos, porque la cantidad sería otra cosa.

Acudiste a una comparación. Esta vez tomada de la vida del campo: hablaste de espinos y de higueras; de zarzas y de vides; de uvas y de higos, de frutos sabrosos y de frutos silvestres. Y dijiste: a árbol bueno, frutos buenos; a árbol malo, malos frutos.

Y a lo largo de la historia, esta regla, esta forma de medir los resultados de cualquier acción apostólica, se ha hecho realidad: la medida de la eficacia han sido los frutos. Ahí están las vidas de los santos y santas: llenas de buenos frutos; ahí están los méritos de cuantos nos han precedido en el camino de la fe y duermen en el sueño de la paz: los frutos.

DUODÉCIMA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
JUEVES

SAN MATEO 7, 21-29

»No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y hemos expulsado los demonios en tu nombre, y hemos hecho prodigios en tu nombre?” Entonces yo declararé ante ellos: “Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que habéis obrado la iniquidad”.
»Por tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en prácti-ca, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca: y cayó la lluvia, llegaron las riadas y soplaron los vientos: irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca.
»Pero todo el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena: y cayó la llu-via, llegaron las riadas y soplaron los vientos: se precipitaron contra aquella casa, y se derrumbó y fue tremenda su ruina.
Cuando terminó Jesús estos discursos las multitudes quedaron admi-radas de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas.

A lo largo de tu vida terrena, Señor, nos hablaste muchas veces de tu Reino, de arriba, del Cielo. “Hoy estarás conmigo en el paraí-so dijiste al buen ladrón”. Voy a prepararos un sitio en mi Reino, prometiste a tus Apóstoles cuando ibas a dejarlos. El Reino de los cielos es como un tesoro, una perla, una red barredera, y con estas comparaciones nos hablabas del Reino futuro.

Hoy nos recuerdas que para entrar en ese Reino —en el Reino de los Cielos— hay que cumplir la voluntad de tu Padre, “que está en los cielos”. ¡Qué interés mostraste en la enseñanza de esta ver-dad, de obra y de palabra! Tu ejemplo y tu doctrina, Señor, fueron y son una permanente llamada de atención sobre la necesidad de cumplir la voluntad de Dios para vivir eternamente en la felicidad de su compañía.

Llegará un día —“aquel día”— en el que se inclinará la balanza hacia un lado o hacia otro. Llegará un día —“aquel día”— en el que se nos dará la entrada o el billete para pasar al Reino de los Cielos ¡Qué triste será, Señor, que al llegar a tu presencia, mires hacia otro lado, o simplemente digas: “jamás os he conocido”, “apartaos de mí”!

Te empeñaste en que fuéramos prudentes, sensatos, cuerdos. Que en estos temas nos comportáramos, al menos, con el mismo interés y la misma prudencia que nos comportamos en las cosas materiales: en la construcción de una vivienda, un puente, una es-cuela, una catedral, un palacio, a saber, buscar los cimientos, pro-fundizar en la verdad, ser verdaderamente auténticos, fieles, cum-plidores de los deberes de Dios.

Tu explicación, tu enseñanza fue tan profunda, que cuando ter-minaste de hablar, “las multitudes quedaron admiradas de tu ense-ñanza. Percibían con claridad que enseñabas como quien tiene po-testad y no como los escribas”.

Ojalá, Señor, que tu doctrina cale hondo en nuestros corazones y con tu ayuda podamos cumplir la voluntad de tu Padre, de suerte que “aquel día”, nos puedas decir: venid benditos de mi Padre, en-trad en el Reino de los cielos que os tenía preparado desde toda la eternidad.

DUODÉCIMA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 8, 1-4

Al bajar del monte le seguía una gran multitud. En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo:
—Señor, si quieres, puedes limpiarme.
Y extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo:
—Quiero, queda limpio.
Y al instante quedó limpio de la lepra.
Entonces le dijo Jesús:
—Mira, no lo digas a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lle-va la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.

Habías bajado, Señor, del monte de tu divinidad y te habías acercado a la vida de los hombres. Una gran multitud de gente te seguía alborozada. Alguna cosa esperaba de Ti, siempre dispuesto a dar algo. Entre la gente que te escuchaba enardecida, se encon-traba un leproso. Un personaje infestado.

Aprovechando el gentío, y saltándose las leyes en uso, aquel le-proso intentó acercarse hasta Ti. Al llegar a tu lado, se postró en tierra y te dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Él sabía que Tú podías; sólo hacía falta que quisieras. Él quería que Tú quisieras, pero no te pidió que le curases, sino que te dijo: si quieres puedes limpiarme.

Tú, Señor, extendiendo tu mano poderosa, le tocaste en sus lla-gas, a la vez que decías: Quiero, queda limpio. Y al instante aquel hombre quedó limpio de la lepra. ¿Qué dijo la gente? ¿Qué dijo el leproso? ¿Qué me atrevo a decir yo? La gente no dijo nada; nada manifestó tampoco el leproso; yo, lleno de admiración, me atrevo a proclamar y proclamo la fuerza de tu mano poderosa.

Y Tú dijiste al leproso: No lo digas a nadie, como queriendo decir, no te entretengas ahora por el camino; entiende que la cura-ción no es mérito tuyo, sino que ha sido un don de Dios, una gracia del cielo. Por eso, no hables, sino calla y obedece. Vete y presénta-te al sacerdote y llévale una ofrenda.

El leproso, obediente, iría a presentarse al sacerdote y le llevaría una buena ofrenda y te daría gracias. Y después, —me lo dice el corazón— seguiría detrás de Ti, hasta la muerte.

Yo, por mi parte, ahora me acerco hasta Ti, Señor, y postrado a tus pies, te pido, como aquel leproso: si quieres, puedes cambiar lo torcido de mi corazón; si quieres puedes, aclarar los pasos obscuros de mi camino; si quieres, puedes allanarme la senda escabrosa de mi vida.

¡Hermosa la petición del leproso: Señor, si quieres puedes lim-piarme. Y más hermosa tu divina respuesta: Quiero, queda limpio.


DUODÉCIMA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 8, 5-17
Al entrar en Cafarnaún se le acercó un centurión que le rogó:
—Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes.
Jesús le dijo:
—Yo iré y le curaré.
Pero el centurión le respondió:
—Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Pero basta que lo mandes de palabra y mi criado quedará sano. Pues también yo soy un hombre que se encuentra bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes. Le digo a uno: vete, y va; y a otro: ven, y viene; y a mi siervo: haz esto, y lo hace.
Al oírlo Jesús se admiró y les dijo a los que le seguían:
—En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os digo que muchos de oriente y occidente vendrán y se senta-rán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas de afue-ra: allí será el llanto y rechinar de dientes.
Y le dijo Jesús al centurión:
—Vete y que se haga conforme has creído.
Y en aquel momento quedó sano el criado.
Al llegar Jesús a casa de Pedro vio a la suegra de éste en cama, con fiebre. La tomó de la mano y le desapareció la fiebre; entonces ella se le-vantó y se puso a servirle.
Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; expulsó a los espíri-tus con su palabra y curó a todos los enfermos, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.

Otra vez camino de Cafarnaún. Durante el trayecto, quiero pen-sar así, irías contestando a preguntas de tus discípulos. Y en tus respuestas les descubrirías aspectos nuevos de tu doctrina. Al fin llegasteis a la ciudad. Allí, podrías descansar un poco. Más tarde habría que preparar nuevas correrías, atender problemas atrasados. Pero la cosa no fue así. Apenas entraste en Cafarnaún “se te acercó un centurión”. Algo quería de Ti: la curación de su criado.

De inmediato Tú le dijiste: iré, y le curaré. Y él: no soy digno, Señor; basta que lo mandes para que suceda. Yo así lo hago, te di-jo. Y Tú contéstate: ¡qué gran fe! Y a continuación añadiste: vete y que se haga conforme has creído. Y fue.

El centurión estaba feliz, el siervo curado, tus discípulos apren-dieron a confiar y Tú te admiraste de la fe de aquel hombre. Y acto seguido, Señor, anunciaste: vendrán muchos de fuera al banquete del Reino y los de dentro serían arrojados. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¡Misterio!

Tras esta curación, seguisteis el camino emprendido. Poco des-pués llegasteis a la casa de Pedro. La suegra de éste estaba con fie-bre. Tú la tomaste de la mano y quedó curada al instante. Ella se levantó y se puso a serviros. Hubo una gran alegría en aquella casa. Y fuera, en la calle, un enorme jolgorio. Y a cada instante iba au-mentando el número de visitantes. Al atardecer, te presentaron, Se-ñor, endemoniados y enfermos. Y Tú, con la fuerza de tu palabra expulsabas los malos espíritus y curabas a los enfermos.

Así se cumplió lo dicho por el profeta Isaías: Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.