jueves, 6 de marzo de 2014

SENCILLAS VIVENCIAS




EL ROSARIO
El Papa “confesó” que se apropió del crucifijo de una corona del viejo confesor y que la lleva siempre consigo


ANDREA TORNIELLI
CIUDAD DEL VATICANO

«Quité, con un poco de fuerza, la cruz de la corona del rosario e invoqué al padre José Aristi: “dame la mitad de tu misericordia”». Al final del encuentro con los párrocos romanos, cuando casi había acabado de meditar sobre la misericordia, Papa Francisco confió al clero una última anécdota. Confesó haber sustraído una pequeña Cruz del ataud de un anciano y santo sacerdote que acababa de morir.

El padre José Aristi era un sacramentino y, durante toda la vida, fue confesor en Buenos Aires, en la Basílica del Santísimo Sacramento. Muchos, muchísimos sacerdotes iban con él para confesarse. Bergoglio había mencionado su nombre solo en ese apunte inédito, publicado por “L’Osservatore Romano” en diciembre del año pasado, en el que hablaba sobre su vocación y su formación, y en el que recordaba que ya en los años cincuenta Aristi era confesor.

 Hoy dijo que era «un sacramentino famoso, y que el clero también se confesaba con él. Una de las dos veces que Juan Pablo II fue a Argentina, pidió un confesor en la nunciatura y le mandaron a él». Mientras Bergoglio era obispo auxiliar y vicario general de la capital argentina, el padre José Aristi falleció. Era un Sábado Santo. «Yo vivía en la Curia, en donde todas las mañanas iba a ver qué había llegado al fax. Y la mañana de Pascua leí un mensaje que decía: “Ayer, antes de la Vigilia, falleció el padre Aristi”. Creo que tenía 94 o 96 años». Monseñor Bergoglio tenía una cita a la hora del almuerzo con los «curas de la casa de reposo». Pero después del almuerzo, contó el Papa, «fui a la Iglesia de padre Aristi. Bajé a la cripta; el padre estaba en el ataud y había solo dos viejitas rezando en un rincón. No había flores. “Pero, este hombre –me dije– ha perdonado los pecados de todo el clero y ahora no tiene ni una flor”. Entonces, subí, fui a una florería en la calle y compré unas rosas. Después comencé a preparar el ataud con las flores».

«Entonces –siguió Francisco– vi el rosario que el padre tenía entre las manos. E inmediatamente me vino a la mente (ese ladrón que todos llevamos dentro, ¿no?), y mientras arreglaba las flores tomé la cruz del rosario y, con un poco de fuerza, la arranqué. Y en aquel momento la miré y dije: “Dame la mitad de tu misericordia”. ¡Sentí una cosa fuerte que me dio la valentía para hacer este gesto y para hacer esta oración! Y luego, esa cruz la tengo siempre aquí, en el bolsillo. Los vestidos del Papa no tienen bolsillos, pero yo siempre llevo aquí una bolsita de tela, y desde ese día hasta ahora, esa cruz está conmigo. Y cuando me viene un pensamiento malo en contra de alguien, la mano se dirige aquí, siempre. ¡Y siento la gracia! Siento que me hace bien. Hace mucho bien el ejemplo de un cura misericordioso, de un cura que se acerca a las heridas...».

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