martes, 31 de agosto de 2010

Pasados los días de descanso, llegan de nuevo los quehaceres de la "vida ordinaria". Salgo de casa, cruzo la calle y me dirijo al tajo. Atrás quedan horas de paz, largos paseos, amistades nobles, fecundos silencios. Al compás de la Palabra de Dios, sigo mi camino. Te invito a que me sigas. Juntos llegaremos a la meta.


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VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T. O.

MIÉRCOLES
SAN LUCAS 4, 38-44

CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.diocesispalencia.org/

Saliendo Jesús de la Sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón tenía una fiebre alta, y le rogaron por ella. E inclinándose hacia ella, conminó a la fiebre, y la fiebre desapareció. Y al instante, ella se levantó y se puso a servirles.
Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolen-cias se los traían. Y él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. De muchos salían demonios gritando y diciendo:
—Tú eres el Hijo de Dios.
Y él, increpándoles, no les dejaba hablar porque sabían que él era el Cristo.
Cuando se hizo de día, salió hacia un lugar solitario, y la multitud le buscaba. Llegaron hasta él, e intentabandetenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo:
—Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado.
E iba predicando por las Sinagogas de Judea.

Acudías, Señor, como un buen israelita a la Sinagoga. Allí escuchabas la palabra de Dios; y, a veces, también la comentabas. Algunos días, te acompañaban tus discípulos. Esta vez, parece que estaba Pedro al menos contigo. Así se explica que al salir de la Sinagoga, entrases con él en su casa.

Por cierto, aquel día, la suegra de Simón estaba con fiebre muy alta. El mismo Pedro y quizás otras personas te rogaron que fueras a interesarte por su salud. Entraste, pues, en la casa, y llegaste hasta donde ella estaba. Te inclinaste ligeramente sobre la enferma y, al poco, la fiebre desapareció. Así de fácil, así de hermoso.

Por este favor y por tu presencia hubo alegría en aquel hogar. Los recién llegados seguisteis hablando de lo que os preocupaba: de los fariseos, del valor de tu doctrina, del Reino de los Cielos, de actividades. La suegra de Pedro, al instante, “se levantó y se puso a servir”.

Grata sería la comida y la sobremesa agradable. Así las cosas, ocultado el sol en el horizonte, comenzaron a llegar hasta Ti, venidos unos por su cuenta, enfermos, necesitados; otros eran llevados por sus familiares o amigos. Y Tú, Señor, ¡qué maravilla! los curabas a todos. Sólo con poner las manos sobre ellos. Algunos grita-ban, todos te lo agradecían. Pero Tú no les dejabas hablar. Al fin, llegó la noche (...).

Cuando se hizo de día, saliste a un lugar solitario. Te gustaba el silencio, la soledad. Pero, también allí, la gente te buscaba. Algunos llegaron hasta Ti y quisieron convencerte para que no te “aleja-ras de ellos”. Pero Tú, Señor, que sabías más, les dijiste que te esperaban también otras gentes. Y poco después saliste de allí e ibas predicando por las Sinagogas de Judea.