martes, 6 de agosto de 2013

SENCILLAS VIVENCIAS

CON FRÍO EN LA CARA 
Y EN LAS MANOS


Era costumbre en la parroquia de Santo Tomás, Apóstol, de Barruelo de Santullán, como en otras parroquias de la diócesis, acudir al cementerio, el día de todos los fieles difuntos, a rezar por las almas de los que allí habían sido enterrados.

Esta misión sacerdotal, ya nos lo había advertido Don Manuel con antelación, correspondía a los coadjutores. Por dos razones, una, porque para llegar al cementerio había que subir una empinada cuesta, y la otra, porque había que estar de pie durante mucho tiempo.

El día de difuntos, después de celebradas las Misas, los dos coadjutores, Moisés y yo, con la bendición del Párroco, subimos al cementerio a rezar por los difuntos. Hacía frío aquella mañana. Para protegernos, llevábamos buen calzado e íbamos bien abrigados.

Una vez en el cementerio comenzaban los rezos. Se hacían del modo siguiente: Cada familia invitaba al sacerdote a que se acercara a la sepultura donde descansaban sus familiares. Y allí, con piedad y fervor, el sacerdote rezaba el responso con los fieles; al final, éstos depositaban su limosna en el bonete que el sacerdote tenía en su mano. A cada limosna depositada, correspondía un nuevo responso.

Terminada las oraciones con la primera familia, te invitaba otra familia con la que se hacía lo mismo. Y luego otra, y otra, y así hasta que no quedaban más. Entonces, se rezaba una responso por todos los difuntos en general y terminaba el servicio religioso.

Como nos había advertido Don Manuel, este ejercicio piadoso exigía horas. Horas que había que estar de pie, con frío en la cara y en las manos. Sólo personas jóvenes, como éramos nosotros, podían resistir aquella prueba.

Hoy después de muchos años, pensando en aquel cementerio y en aquellos difuntos, rezo: “Que sus almas y las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios descansen en paz!  Amén.