sábado, 4 de septiembre de 2010

DEL SANTO EVANGELIO
SEGÚN SAN LUCAS 14, 25-33

CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.vatican.va/

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo:
--Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: "Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar." ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.

 Como en otras ocasiones, también en la que nos refiere hoy el texto sagrado encontramos a Jesús rodeado de mucha gente. Era fácil y grato seguir al joven rabino de Nazaret, que hablaba con autoridad, amaba a los niños y prefería a los pobres y humildes. No obstante, el Señor les dice que para seguirle hay que posponerlo todo a su amor: los padres, la mujer y los hijos, incluso uno ha de negarse a sí. La doctrina no puede ser más clara, el Maestro no palió las dificultades, podríamos decir que incluso parece exagerarlas un poco.

Por eso no puede extrañarnos de que a veces nos cueste el ser fieles al Evangelio, y en ocasiones llegue hasta ser heroico cumplir con la voluntad divina. Por otra parte, podemos pensar que quien no nos ha engañado en cuanto a las dificultades, tampoco nos engaña en cuanto a la promesa y el premio para quienes le sean siempre fieles. Es cierto, por tanto, que hemos de luchar con denuedo cada día contra todo aquello que se opone a Dios, contra todo obstáculo que se interponga entre el Señor y nosotros; aunque ese obstáculo sean nuestros seres más queridos, o nuestro propio provecho personal. El premio es tan grande y tan duradero que exige un precio elevado, pero no equitativo, pues por mucho que se tenga que sufrir o sacrificar, nunca pagaremos adecuadamente los bienes que el Señor nos ha preparado para toda una eternidad. Por eso estemos persuadidos de que vale la pena sufrir un poco durante unos años, para poder un día gozar mucho y para siempre.

Posponerlo todo al amor de Dios no significa, por otra parte, que uno haya de prescindir del amor a nuestros padres o demás familiares, ni que hayamos de anularnos a nosotros mismos. No se trata de destruir, prescindir o anular, sino de trascender, de sublimar, de elevar a un plano sobrenatural aquello que de por sí es sólo natural. Así, quien se haya entregado al servicio de Dios mediante una consagración a Él, no está exento de querer a sus padres, a los que quizá ha disgustado con su entrega. Tendrá que quererlos y cuidarlos si es preciso, estar atento a sus necesidades y procurar atenderlas. En cuanto a uno mismo, decíamos que Dios no quiere la anulación de nuestra persona sino su perfeccionamiento. Lo que hay que destruir es lo que de malo o torcido llevamos en nuestro interior, todas esas inclinaciones y deseos, claros o larvados, que nos incitan al mal.

Termina diciendo el Señor que quien no renuncia a todos sus bienes, no puede ser su discípulo. El Maestro no se limita a decir claras las cosas, además las repite. Ojala aprendamos bien su lección y, con la ayuda de lo alto, sepamos dar un sentido nuevo, trascendente y sobrenatural, a cuanto constituye el entramado de nuestra vida.  A.G.M.