lunes, 1 de julio de 2013

BREVE RESEÑA DE LOS COMIENZOS

BREVE RESEÑA DE LOS COMIENZOS

Recibí la ordenación sacerdotal en el Seminario Conciliar de San José de Palencia, el 29 de junio de 1963, de manos del entonces Obispo de la diócesis palentina, D. José Souto Vizoso. Celebré mi primera Misa solemne el 2 de Julio del mismo año en la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Villasarracino. Apenas unos días de descanso, el 10 de julio, recibía por carta mi primer nombramiento: Capellán de Minas de Barruelo de Santullán y Coadjutor de la Parroquia de Santo Tomás del mismo pueblo. Era Párroco de Barruelo de Santullán, Don Manuel Palacios, sacerdote campechano y bonachón, del que aprendí muchas cosas.

Como todos mis compañeros de curso, había salido del Seminario, decidido a ser buen sacerdote, a servir a las almas confiadas por el Obispo y a obedecer sus directrices. Para ello, era consciente, que debía continuar con la dirección espiritual que durante años había llevado en el Seminario. En efecto, seguí hablando con Don Isaac de la Torre Monge, quien había sido mi director en el Seminario en los últimos años de formación. Dos o tres veces, se desplazó Don Isaac desde Palencia hasta Barruelo de Santullán para poder hablar. Distaba, Barruelo de Santullán de la ciudad de Palencia más de cien kilómetros. Por lo que pronto, se dio cuenta que iba a ser muy difícil seguir manteniendo la dirección espiritual iniciada, por lo que me aconsejó que me buscase algún sacerdote de confianza más cercano a Barruelo, con el que poder dirigirme, con mayor facilidad y frecuencia.

Tuve suerte. Cerca de Barruelo había dos sacerdotes de Casa: Don José Antonio Abad (en Cillamayor y Matabuena) y Don Teodoro Goméz Mayo (en Vallejo de Orbó). Los dos pertenecían a  mi Arciprestazgo, por lo que coincidía con ellos en los retiros mensuales. Un día, no recuerdo el mes, hablé con Don Teodoro, le pedí dirección espiritual que aceptó gustoso.

Desde el primer momento me marcó un sencillo plan de vida, que traté de vivir con exactitud. Cada quince días, me entrevistaba con él, le contaba mis cosas y escuchaba sus consejos. Así, durante el tiempo que permanecí como Capellán de Minas y como Coadjutor de la Parroquia de Santo Tomás. Por cierto, durante esos meses, nunca me habló del Opus Dei, ni me propuso un estilo concreto de espiritualidad. Yo si me daba cuenta que no era aquella una dirección como la vivida en el Seminario, sino una dirección diferente en la que se respetaba la libertad y jamás se imponía por mandato nada.

Yo vestía, como todos los sacerdotes de aquel tiempo, de rigurosa sotana y llevaba además a la cintura un fajín color negro como lo hacían otros sacerdotes. Esto hacía, no sé porqué, me considerasen como perteneciente al Opus Dei. Aprendí mucho aquellos meses, tanto del Párroco, lleno experiencia, como de los sacerdotes del Opus Dei de los que hecho referencia más arriba: especialmente a estos los veía rezadores, trabajadores, apostólicos, contentos, felices.

Septiembre de 1964, habían pasado catorce meses de mi ordenación, y un año, más o menos, me nombraron Ecónomo de la Parroquia de Cillamayor y Simultáneo de la de Matabuena. A la vez, Don Teodoro Gómez Mayo dejó la Parroquia de Vallejo, para la que nombraron a Don Miguel Ángel Ortiz, incorporándose Don Teodoro como  Profesor en la Universidad Laboral de Tarragona. Esta circunstancia  hizo que tuviera que dejar de dirigirme con él. Y de momento, me quedé, dicho llanamente, huérfano de espíritu.

Sin embargo, por aquellos días, antes quizás también, no lo recuerdo, Don José Luis de Santiago Rodríguez, Ecónomo que lo era de  Valcovero, me invitó a acudir a un retiro que se celebraba en Cervera de Pisuerga y que iba a dirigir, según me dijo, Don José Alonso Bustillo, a la sazón, Párroco de la Parroquia de Santa Bárbara de Guardo.

Acepté aquella invitación. Y en el día y a la hora señalados, me presenté en la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Cervera. Asistieron varios sacerdotes. Me gustó el ambiente. Y saqué la impresión de que había conectado con un grupo de sacerdotes, llenos de inquietudes, de fe y de esperanza.

Aquel mismo día, me invitaron a hablar con Don José Alonso Bustillo, Párroco de Guardo, como he dicho, que había sido el que había predicado el retiro. Hablé con él y me gustó mucho su forma de ser. Me pareció haber encontrado una perfecta continuación de las charlas que había realizado con  Don Teodoro Gómez Mayo. Enseguida, supe que también era del Opus Dei. ¡Había tenido, pues, suerte en la nueva elección! Y desde aquel día, procuré llevar con él dirección espiritual.

En uno de esos retiros, que se celebraban en Cervera, pudo ser dos o tres meses más tarde, me invitaron a dar la meditación del retiro. Tema: Santificación del trabajo. La preparación y desarrollo fue para mí un descubrimiento.

Pocos días después, sería en el mes de Mayo, Don José Luis de Santiago me invitó a hacer una romería con otros sacerdotes, a la Fuente de la Virgen, ubicada en la Peña Redonda, cerca del Santuario del Brezo. En esa romería descubrí, claramente, el amor a la Virgen que demostraban aquellos sacerdotes a los que acompañaba. También el compañerismo, el trato, el cariño la alegría que manifestaban en sus conversaciones.

Más tarde, Don José Alonso Bustillo, me invitó a hacer una excusión que había preparado con otros sacerdotes de la zona. Fui encantado. Mi sorpresa, en aquella excusión, fue gratísima. Porque además de hacer ejercicio físico, aprendí a vivir la presencia de Dios y recitar jaculatorias mientras caminábamos. Recuerdo con un cariño enorme, de esta excursión y después de otras, las meditaciones que dirigía Don José Alonso Bustillo, mientras ascendíamos a la cumbre, cansados, casi sin aliento, pero contentos y felices.

Eran meditaciones sugerentes, exigentes, salpicadas de breves citas evangélicas y escogidos textos de San Josemaría, tomados de “Camino” y de otros lugares para mi entonces desconocidos. Todo ello, citas y ambiente, nos ayudaban a responder a la gracia divina y a las exigencias propias de la vocación sacerdotal.

Entre excursión y excursión, entre retiro y retiro, seguí hablando, con la periodicidad establecida, con Don José Alonso Bustillo, que poco a poco me fue llevando por el camino de la entrega. Un día, siempre con naturalidad, me invitó a hacer un curso de retiro que iba a tener lugar en Molinoviejo. Acepté. Debió ser a finales de junio, porque a ese curso de retiro acudieron varios profesores de Colegios e Institutos de distintas diócesis españolas. Entre los asistentes estaba también el entonces Capellán del Generalísimo Francisco Franco.

Este curso de retiro lo predicó Don Jesús Sancho, sacerdote agregado, entonces llamados oblatos, de Teruel. Para mi fue una experiencia rica, extraordinaria, tanto por el lugar donde se desarrollaba, Molinoviejo, por los temas desarrollados en las meditaciones y por el buen ambiente que se respiraba entre los ejercitantes. Algunos eran de la Obra, otros no. Pero todos, como era normal en aquel tiempo, vestíamos de riguroso hábito talar. Yo seguía llevando el fajín a la cintura, del que hablé más arriba, por lo que también allí -seguía sin saber por qué-, algunos me consideraban del Opus Dei.

Todo fue muy bien en aquel curso de retiro, horarios, temas desarrollados, comida, administración. Sólo, para mi, hubo una nota discordante: en la tertulia de la última noche, al explicar qué era y qué significaba el Opus Dei, en la Iglesia  y en la espiritualidad sacerdotal diocesana, se levantó entre los presentes una discusión: unos defendían con pasión a la Obra y su espiritualidad, otros apuntaban dificultades y pegas prácticas, que  se daban, decían, sobre todo, a la hora de vivir la obediencia al Obispo.

Total que regresé de aquel Curso de Retiro a mi Parroquia, un tanto desconcertado y algo inquieto por las opiniones que había escuchado en aquel último momento del Curso de Retiro. La primera vez que estuve con Don José Alonso Bustillo, le conté no sólo lo bien que había estado en Molinoviejo y los propósitos que había sacado de aquellos días de ejercicios, sino también el desasosiego que me habían producido las opiniones claramente encontradas de quienes habían sido compañeros de rezos y de descanso durante unos días.

Don José Alonso Bustillo, con la serenidad y aplomo que le caracteriza, empezó a hablarme de que no me preocupase, que el Opus Dei era querido por Dios y que “el cielo estaba empeñado en que se realizase”. Y me habló de vocación y de entrega; y me aconsejó que no hiciera ningún caso de los chismes que se contaban sobre el Opus Dei. Enseguida, por contraste, me dí cuenta que me había tropezado con algo importante, sobrenatural. Mi alma se serenó y seguí viviendo el plan de vida como siempre.

Semanas después, creo que fue a mediados de julio, Don José Alonso Bustillo me propuso, después de explicarme que era el Opus Dei, las exigencias de la vocación, y la posibilidad de que Dios me llamara a mí a seguir ese camino. Piénsatelo -me dijo- y la próxima semana volvemos a hablar. Lo pensé delante de Dios y cuando nos vimos la semana siguiente, le dije que sí. Aquella tarde, volví contento a casa.

Pocos días después, Don José Luis de Santiago Rodríguez me regaló un librito, titulado “Camino”, tamaño bolsillo, con tapas duras, amarillas, libro que aún conservo con cariño y cierta nostalgia. Comencé, ingenuo de mi, aprenderlo de memoria, mientras iba y venía de Cillamayor a Matabuena. Me quedé en el primer punto que tanto bien me ha hecho: “Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. Deja poso. –Ilumina con la luminaria de tu fe y de amor.
Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”.

Pocas cosas sabía yo del Opus Dei. En el Seminario había leído algunos puntos de Camino, el libro “La Virgen Nuestra Señora”, de Don Federico Suárez, del que había extraído importantes notas para elaborar el sermón que me tocó predicar en la Novena de la Inmaculada. Y pocas cosas más. Eso sí, una cosa tenía clara, y así lo manifesté en varias ocasiones, nunca hablé mal del Opus Dei. Practiqué siempre aquella sabia sentencia: “de lo que no conoces con certeza, mejor no hablar".

Y como dije que si, enseguida me explicaron que tenía que escribir una carta al Padre (a nuestro Padre) pidiendo ser admitido en el Opus Dei; que era una cosa sencilla, y que si me parecía bien, podía escribirla el día  27 de julio en Palencia, lugar al que acudía de Valladolid, un Numerario. Acepté el lugar y el día con natural y prometí estar en Palencia el día 27 de julio en el lugar que me habían indicado. Fueron unos días llenos de ilusión y de emocionante espera.

Pero, cosas de la vida, el día 26 de Julio, murió una señora en Matabuena, pueblo que yo atendía. Tenía por obligación que hacer el funeral y por lo tanto, al tener que hacer el viaje en tren, no podía llegar a Palencia el día y a la hora señalados.,. ¡Todo el plan se me había venido abajo!. Pero hete aquí, ¡oh casualidad, mejor, oh providencia divina!, que a aquel funeral asistió un matrimonio de Palencia, parientes de la difunta, que tenían pensado volver a la capital una vez acabado el acto religioso y que estaban dispuestos a llevarme en su coche, si yo quería.

Pocos minutos después, a la una del medio día, terminado el funeral, salimos de Matabuena camino de Palencia. Y justo, cuando estaban terminando la tertulia, en casa de Don Jesús Espinosa, llegué yo un tanto asustado. Tras un breve saludo a los sacerdotes presentes- no recuerdo quienes eran, ni cuantos-, en un pequeño cuarto, sobre una mesa de madera, no sin cierta emoción, escribí la carta con una pluma estilográfica que me prestaron. No me acuerdo de nada de lo que escribí en el blanco papel, sólo recuerdo que en la casa de Don Jesús Espinosa, aquella tarde de marras, se percibía un ambiente de enorme alegría. Luego me enteré, que la cosa no era para menos: aquel día habíamos pitado de agregados (oblatos), en el Centro de Palencia, tres sacerdotes diocesanos: Augusto Sarmiento, Enrique Pérez y un servidor. ¡Buena cosecha, la de aquel día!

En el tren de la tarde volví a Cillamayor. Los campos que iba contemplando desde la ventanilla del tren, me parecieron más bellos que nunca. Y los viajeros que llenaban los aparcamientos, más importantes que en otras ocasiones. Hasta el traqueteo del viejo tren sonaba a música nueva. Llegue feliz a mi Parroquia, al caer la tarde. Una ligera cena con mi familia y un secreto guardado con siete llaves. Aquella noche, larga y corta a la vez, dormí como hacía días no lo había hecho.

Pocos días, después de hacer, una vez más, el trillado camino hacia a Guardo, para hablar con Don José Alonso Bustillo ¡qué emoción!, asistí a mi primer círculo. Asistieron otros sacerdotes (entre ellos, quiero recordar, Don Eutiquiano Saldón, Don José Luis de Santiago, Don José Antonio Fuentes Caballero, Don Andrés Quijano, Don Salvador Tejedor Melero, Don Carlos González, Don Pedro Antonio Millán), que al ver que no salía de la sala cuando iba a empezar el círculo, como había hecho otras veces, se quedaron extrañados.

Este primer círculo fue un descubrimiento: por lo que se dijo y por la piedad y seriedad mostrada por los asistentes y por otras muchas cosas. Recuerdo, con especial emoción que aquel día, después del círculo fuimos a comer a la casa de Don José Alonso Bustillo. ¡Qué  confianza y qué alegría entre los sacerdotes!. ¡Qué alegría entre todos! ¡Qué amistad se palpaba en el grupo! Como guinda, la presencia de la madre de Don José Alonso Bustillo, sirviendo a la mesa, tiempo después la conocí postrada en la cama en una habitación contigua.

Volví a Cillamayor, mi Parroquia, feliz y contento, olvidándome, en ésta como en otras tantas ocasiones, de las inclemencias de la vuelta que tenía que hacer en el viejo tren de la Robla, respirando el polvo del carbón que transportaba; o en los viajes en autostop, en los que me ocurrieron, no es el momento de contarlo, divertidas anécdotas, extraños y, a veces, sobrenaturales encuentros.

El día 15 de agosto era la fiesta de Nuestra Señora de la Asunción, Patrona de Cillamayor, donde estaba de Ecónomo. ¡Que atrevidos fueron los directores!, me propusieron asistir durante diez días, a la que sería mi primera convivencia, teniendo que dejar mis obligaciones parroquiales. ¡Algo insólito en aquellos momentos, dejar la Parroquia durante diez días y además el día de la fiesta de la Patrona del pueblo!. Acepté. Pensé que obedeciendo acertaba.

Por cierto, aquel año se había ordenado sacerdote un primo mío, acudí a él e ilusionado, me sustituyó durante quince días en la Parroquia, favor que agradecí enormemente. De paso, dio unas lecciones de latín a una hermana mía que estaba estudiando en el Colegio de Aguilar de Campóo. El predicador de la Misa de ese solemne día, para no comprometer a un recién ordenado, se lo encargué a Don Anselmo Bellota Peláez, compañero de curso en el Seminario y excelente amigo mío, que lo hizo encantado.

El recuerdo que guardo de aquella convivencia, que tuvo lugar en una casa cercana al pantano de Buendía (Guadalajara), es indescriptible.¡Qué alegría en el ambiente, qué espíritu apostólico en las conversaciones, qué delicadeza en las normas litúrgicas, qué detalles de cariño, qué amor a la Iglesia, al Papa, al Padre ….; que tertulias -esos ratos de familia, después de comer y de cenar-, donde se contaban cosas de la Obra, de nuestro Padre, del apostolado de unos  otros; donde se cantaban canciones para mi nuevas.

No es posible contar en esta breve nota aquella grata experiencia, y, menos aún, trasladar el exquisito sabor de las tertulias, llamadas “piratas”, en la que la gente mayor, en pequeños grupos, contaba cosas oídas o vividas al lado de nuestro Padre. ¡Magnífica convivencia!

Salí, pues, de aquella primera convivencia emocionado, me parecía todo tan bonito, que más de una vez pensé en el regalo que Dios me había concedido a mi, sacerdote recién ordenado. Con el tiempo, fui asentando las ideas y las cosas allí oídas.

Durante casi año y medio, acudí todas las semanas al circulo que se celebraba en Guardo, a pesar de las dificultades y críticas de propios y extraños. De extraños, porque de algunos me llegaron diversos comentarios negativos. Tampoco faltaron quejas provenientes de dentro: hasta de mis padres y hermanos, que aconsejados por no sé quien sacerdote, lo menos que me decían es: ¡dónde te has metido!. Para ellos, luego lo entenderían maravillosamente, el Opus Dei era algo que si no rozaba con lo prohibido o peligroso estaba muy cerca.

Por mi parte, con la gracia de Dios y la ayuda de los sacerdotes del Centro, me fui dando cuenta que me había tocado la lotería. No sólo no había perdió nada de mi condición diocesana, sino que había recibido la posibilidad de ser feliz y hacer felices a los demás.

Por aquellos días, me tropecé en la biblioteca parroquial de Cillamayor, en la que había estado Don José Antonio Abad, sacerdote de la Obra, un pequeño libro, titulado Santo Rosario. Me gustó tanto y como tenía que dejarlo una vez leído, me propuse copiarlo a máquina para tenerlo conmigo, y así lo hice. Después lo leí muchas veces. Más tarde, pasados algunos años, lo compré. Ahora dispongo del  comentario crítico realizado por Don Pedro Rodríguez.

Poco  a poco fui entendiendo las normas del plan de vida y las costumbres que me iban explicando. Una experiencia inolvidable fue el día que celebramos la fiesta de los Reyes Magos, algo que nunca había vivido con otros sacerdotes. Habíamos escrito la carta a los Reyes, en la que cada uno pedía pequeñas cosas, lo que quería. A mi me dejaron aquel año, entre otras cosas, una pequeña imagen de la  Virgen con Niño, imagen que aún conservo con ilusión y a la que rezo todos los días pidiendo por las vocaciones.

Fueron pasando los meses. Semana tras semana me acercaba hasta Guardo para tener el Círculo, hacer la charla y confesarme. Cosa que no me fue nada fácil, diría incluso que costoso, pero tengo que decir que cada vez que volvía, volvía más contento. Hasta la gente de la Parroquia lo notaba y, de modo especial lo percibían, mis hermanas que entonces vivían conmigo.

Un día, no recuerdo cuando ni donde fue, me dijeron que si me gustaría ir a estudiar Derecho Canónico a la Universidad de Navarra, en Pamplona. De entrada me pareció fabuloso, aunque insinué que lo que me gustaría estudiar era periodismo, pero para hacer esa carrera, estaba seguro, el Obispo no me concedería permiso, por lo que dije que sí, que iría a estudiar Derecho Canónico a Pamplona.

Tras pedir la autorización al Obispo de Palencia, Mons. José Souto Vizoso, que me concedió sin ningún reparo y sin prometerme ninguna ayuda económica de parte de la diócesis, preparé el viaje a Pamplona para comenzar el curso 1967-68.

Antes había ido, como era frecuente en aquel tiempo, viajando en auto-stop, hasta Pamplona, con el objeto de conseguir un lugar donde poder vivir. Tuve suerte, enseguida encontré un piso que me recomendó Don Félix Barrios, un sacerdote agregado de Segovia, que estaba estudiando en la Universidad de Navarra en Pamplona.

Ayudado por un primo que tenía un camión, me trasladé hasta Pamplona, con los pocos muebles que tenía en Cillamayor. Recuerdo que era un sábado. El domingo después de celebrar la Misa en la Parroquia de San José, donde luego colaboré muchos años, ordenamos las cosas del piso.

Al día siguiente me presenté a Don Amador García Bañón en el Colegio Mayor Aralar. Después de un breve saludo, de cortesía me dijo: “Sé que vienes a estudiar Derecho Canónico, pero ¿te daría igual estudiar Teología? Le dije que bueno, y me matriculé en el primer curso de Licenciatura en Teología.

 El 15 de octubre del año 1967 dieron comienzo las primeras clases en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, ubicada entonces en unas dependencias anejas al Claustro de la Catedral de Pamplona. Pero eso es ya otra historia, como otra historia es el viaje que realizó Nuestro Padre en aquel octubre del año 1967, para celebrar la Jornada de la Asociación de Amigos de la Universidad, en la que pude asistir a algunas tertulias de Nuestro Padre.


                   JMC





SENCILLAS VIVENCIAS

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN
(RECOGIDO DE RELIGIÓN EN LIBERTAD)

José Antonio Ortega Lara estuvo secuestrado por ETA 532 días. Rezaba cada día hasta 9 rosarios. Nunca perdió la fe. Ahora habla sobre la importancia de la oración.
José Antonio Ortega Lara se convirtió con su ejemplo en una de las personas referentes y a seguir por la sociedad española. Su historia, marcada por el azote del terrorismo, no se ha dejado marcar por ETA sino que recobró su vida con normalidad. Y en todo esto tuvo que ver mucho la fe y sobre todo la oración. La propia y la ajena.
El que fuera funcionario de prisiones vivió una de las peores experiencias imaginables al estar secuestrado en un diminuto zulo durante 532 días. Sin ventilación y en condiciones infrahumanas. Pero ni aún así pudieron con él. En su rutina del día a día tenía a Dios en un lugar principal, sabiendo que era el pilar en el que debía apoyarse para no sucumbir durante el cautiverio. Poco después de su liberación afirmaba que durante el secuestro “procuraba hacer ejercicio todos los días, leer y rezar, rezaba hasta nueve rosarios al día”.