BREVE RESEÑA DE LOS
COMIENZOS
Recibí
la ordenación sacerdotal en el Seminario Conciliar de San José de Palencia, el
29 de junio de 1963, de manos del entonces Obispo de la diócesis palentina, D.
José Souto Vizoso. Celebré mi primera Misa solemne el 2 de Julio del mismo año
en la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Villasarracino. Apenas unos
días de descanso, el 10 de julio, recibía por carta mi primer nombramiento:
Capellán de Minas de Barruelo de Santullán y Coadjutor de la Parroquia de Santo
Tomás del mismo pueblo. Era Párroco de Barruelo de Santullán, Don Manuel
Palacios, sacerdote campechano y bonachón, del que aprendí muchas cosas.
Como
todos mis compañeros de curso, había salido del Seminario, decidido a ser buen
sacerdote, a servir a las almas confiadas por el Obispo y a obedecer sus
directrices. Para ello, era consciente, que debía continuar con la dirección
espiritual que durante años había llevado en el Seminario. En efecto, seguí
hablando con Don Isaac de la
Torre Monge , quien había sido mi director en el Seminario en
los últimos años de formación. Dos o tres veces, se desplazó Don Isaac desde
Palencia hasta Barruelo de Santullán para poder hablar. Distaba, Barruelo de
Santullán de la ciudad de Palencia más de cien kilómetros. Por lo que pronto,
se dio cuenta que iba a ser muy difícil seguir manteniendo la dirección
espiritual iniciada, por lo que me aconsejó que me buscase algún sacerdote de
confianza más cercano a Barruelo, con el que poder dirigirme, con mayor facilidad
y frecuencia.
Tuve
suerte. Cerca de Barruelo había dos sacerdotes de Casa: Don José Antonio Abad (en
Cillamayor y Matabuena) y Don Teodoro Goméz Mayo (en Vallejo de Orbó). Los dos pertenecían
a mi Arciprestazgo, por lo que coincidía
con ellos en los retiros mensuales. Un día, no recuerdo el mes, hablé con Don Teodoro,
le pedí dirección espiritual que aceptó gustoso.
Desde
el primer momento me marcó un sencillo plan de vida, que traté de vivir con exactitud.
Cada quince días, me entrevistaba con él, le contaba mis cosas y escuchaba sus
consejos. Así, durante el tiempo que permanecí como Capellán de Minas y como Coadjutor
de la Parroquia de Santo Tomás. Por cierto, durante esos meses, nunca me habló
del Opus Dei, ni me propuso un estilo concreto de espiritualidad. Yo si me daba
cuenta que no era aquella una dirección como la vivida en el Seminario, sino
una dirección diferente en la que se respetaba la libertad y jamás se imponía
por mandato nada.
Yo
vestía, como todos los sacerdotes de aquel tiempo, de rigurosa sotana y llevaba
además a la cintura un fajín color negro como lo hacían otros sacerdotes. Esto
hacía, no sé porqué, me considerasen como perteneciente al Opus Dei. Aprendí
mucho aquellos meses, tanto del Párroco, lleno experiencia, como de los
sacerdotes del Opus Dei de los que hecho referencia más arriba: especialmente a
estos los veía rezadores, trabajadores, apostólicos, contentos, felices.
Septiembre
de 1964, habían pasado catorce meses de mi ordenación, y un año, más o menos, me
nombraron Ecónomo de la Parroquia de Cillamayor y Simultáneo de la de Matabuena. A la
vez, Don Teodoro Gómez Mayo dejó la Parroquia de Vallejo, para la que nombraron
a Don Miguel Ángel Ortiz, incorporándose Don Teodoro como Profesor en la Universidad Laboral
de Tarragona. Esta circunstancia hizo
que tuviera que dejar de dirigirme con él. Y de momento, me quedé, dicho
llanamente, huérfano de espíritu.
Sin
embargo, por aquellos días, antes quizás también, no lo recuerdo, Don José Luis
de Santiago Rodríguez, Ecónomo que lo era de Valcovero, me invitó a acudir a un retiro que
se celebraba en Cervera de Pisuerga y que iba a dirigir, según me dijo, Don José
Alonso Bustillo, a la sazón, Párroco de la Parroquia de Santa Bárbara de Guardo.
Acepté
aquella invitación. Y en el día y a la hora señalados, me presenté en la
Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Cervera. Asistieron varios
sacerdotes. Me gustó el ambiente. Y saqué la impresión de que había conectado
con un grupo de sacerdotes, llenos de inquietudes, de fe y de esperanza.
Aquel
mismo día, me invitaron a hablar con Don José Alonso Bustillo, Párroco de
Guardo, como he dicho, que había sido el que había predicado el retiro. Hablé
con él y me gustó mucho su forma de ser. Me pareció haber encontrado una perfecta
continuación de las charlas que había realizado con Don Teodoro Gómez Mayo. Enseguida, supe que
también era del Opus Dei. ¡Había tenido, pues, suerte en la nueva elección! Y
desde aquel día, procuré llevar con él dirección espiritual.
En
uno de esos retiros, que se celebraban en Cervera, pudo ser dos o tres meses
más tarde, me invitaron a dar la meditación del retiro. Tema: Santificación del
trabajo. La preparación y desarrollo fue para mí un descubrimiento.
Pocos
días después, sería en el mes de Mayo, Don José Luis de Santiago me invitó a
hacer una romería con otros sacerdotes, a la Fuente de la Virgen, ubicada en la Peña Redonda , cerca
del Santuario del Brezo. En esa romería descubrí, claramente, el amor a la
Virgen que demostraban aquellos sacerdotes a los que acompañaba. También el
compañerismo, el trato, el cariño la alegría que manifestaban en sus
conversaciones.
Más
tarde, Don José Alonso Bustillo, me invitó a hacer una excusión que había
preparado con otros sacerdotes de la zona. Fui encantado. Mi sorpresa, en aquella
excusión, fue gratísima. Porque además de hacer ejercicio físico, aprendí a
vivir la presencia de Dios y recitar jaculatorias mientras caminábamos. Recuerdo
con un cariño enorme, de esta excursión y después de otras, las meditaciones que
dirigía Don José Alonso Bustillo, mientras ascendíamos a la cumbre, cansados,
casi sin aliento, pero contentos y felices.
Eran
meditaciones sugerentes, exigentes, salpicadas de breves citas evangélicas y
escogidos textos de San Josemaría, tomados de “Camino” y de otros lugares para
mi entonces desconocidos. Todo ello, citas y ambiente, nos ayudaban a responder
a la gracia divina y a las exigencias propias de la vocación sacerdotal.
Entre
excursión y excursión, entre retiro y retiro, seguí hablando, con la periodicidad
establecida, con Don José Alonso Bustillo, que poco a poco me fue llevando por
el camino de la entrega. Un
día, siempre con naturalidad, me invitó a hacer un curso de retiro que iba a
tener lugar en Molinoviejo. Acepté. Debió ser a finales de junio, porque a ese
curso de retiro acudieron varios profesores de Colegios e Institutos de
distintas diócesis españolas. Entre los asistentes estaba también el entonces Capellán
del Generalísimo Francisco Franco.
Este
curso de retiro lo predicó Don Jesús Sancho, sacerdote agregado, entonces
llamados oblatos, de Teruel. Para mi fue una experiencia rica, extraordinaria,
tanto por el lugar donde se desarrollaba, Molinoviejo, por los temas
desarrollados en las meditaciones y por el buen ambiente que se respiraba entre
los ejercitantes. Algunos eran de la Obra, otros no. Pero todos, como era
normal en aquel tiempo, vestíamos de riguroso hábito talar. Yo seguía llevando
el fajín a la cintura, del que hablé más arriba, por lo que también allí -seguía
sin saber por qué-, algunos me consideraban del Opus Dei.
Todo
fue muy bien en aquel curso de retiro, horarios, temas desarrollados, comida, administración.
Sólo, para mi, hubo una nota discordante: en la tertulia de la última noche, al
explicar qué era y qué significaba el Opus Dei, en la Iglesia y en la espiritualidad sacerdotal diocesana, se
levantó entre los presentes una discusión: unos defendían con pasión a la Obra
y su espiritualidad, otros apuntaban dificultades y pegas prácticas, que se daban, decían, sobre todo, a la hora de
vivir la obediencia al Obispo.
Total
que regresé de aquel Curso de Retiro a mi Parroquia, un tanto desconcertado y
algo inquieto por las opiniones que había escuchado en aquel último momento del
Curso de Retiro. La primera vez que estuve con Don José Alonso Bustillo, le
conté no sólo lo bien que había estado en Molinoviejo y los propósitos que
había sacado de aquellos días de ejercicios, sino también el desasosiego que me
habían producido las opiniones claramente encontradas de quienes habían sido
compañeros de rezos y de descanso durante unos días.
Don
José Alonso Bustillo, con la serenidad y aplomo que le caracteriza, empezó a
hablarme de que no me preocupase, que el Opus Dei era querido por Dios y que
“el cielo estaba empeñado en que se realizase”. Y me habló de vocación y de
entrega; y me aconsejó que no hiciera ningún caso de los chismes que se
contaban sobre el Opus Dei. Enseguida, por contraste, me dí cuenta que me había
tropezado con algo importante, sobrenatural. Mi alma se serenó y seguí viviendo
el plan de vida como siempre.
Semanas
después, creo que fue a mediados de julio, Don José Alonso Bustillo me propuso,
después de explicarme que era el Opus Dei, las exigencias de la vocación, y la
posibilidad de que Dios me llamara a mí a seguir ese camino. Piénsatelo -me
dijo- y la próxima semana volvemos a hablar. Lo pensé delante de Dios y cuando
nos vimos la semana siguiente, le dije que sí. Aquella tarde, volví contento a
casa.
Pocos
días después, Don José Luis de Santiago Rodríguez me regaló un librito,
titulado “Camino”, tamaño bolsillo, con tapas duras, amarillas, libro que aún conservo
con cariño y cierta nostalgia. Comencé, ingenuo de mi, aprenderlo de memoria,
mientras iba y venía de Cillamayor a Matabuena. Me quedé en el primer punto que
tanto bien me ha hecho: “Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. Deja
poso. –Ilumina con la luminaria de tu fe y de amor.
Borra,
con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores
impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de
Cristo que llevas en el corazón”.
Pocas
cosas sabía yo del Opus Dei. En el Seminario había leído algunos puntos de
Camino, el libro “La
Virgen Nuestra Señora ”, de Don Federico Suárez, del que había
extraído importantes notas para elaborar el sermón que me tocó predicar en la
Novena de la Inmaculada.
Y pocas cosas más. Eso sí, una cosa tenía clara, y así lo
manifesté en varias ocasiones, nunca hablé mal del Opus Dei. Practiqué siempre
aquella sabia sentencia: “de lo que no conoces con certeza, mejor no hablar".
Y
como dije que si, enseguida me explicaron que tenía que escribir una carta al
Padre (a nuestro Padre) pidiendo ser admitido en el Opus Dei; que era una cosa
sencilla, y que si me parecía bien, podía escribirla el día 27 de julio en Palencia, lugar al que acudía
de Valladolid, un Numerario. Acepté el lugar y el día con natural y prometí
estar en Palencia el día 27 de julio en el lugar que me habían indicado. Fueron
unos días llenos de ilusión y de emocionante espera.
Pero,
cosas de la vida, el día 26 de Julio, murió una señora en Matabuena, pueblo que
yo atendía. Tenía por obligación que hacer el funeral y por lo tanto, al tener
que hacer el viaje en tren, no podía llegar a Palencia el día y a la hora señalados.,.
¡Todo el plan se me había venido abajo!. Pero hete aquí, ¡oh casualidad, mejor,
oh providencia divina!, que a aquel funeral asistió un matrimonio de Palencia,
parientes de la difunta, que tenían pensado volver a la capital una vez acabado
el acto religioso y que estaban dispuestos a llevarme en su coche, si yo quería.
Pocos
minutos después, a la una del medio día, terminado el funeral, salimos de
Matabuena camino de Palencia. Y justo, cuando estaban terminando la tertulia, en
casa de Don Jesús Espinosa, llegué yo un tanto asustado. Tras un breve saludo a
los sacerdotes presentes- no recuerdo quienes eran, ni cuantos-, en un pequeño
cuarto, sobre una mesa de madera, no sin cierta emoción, escribí la carta con
una pluma estilográfica que me prestaron. No me acuerdo de nada de lo que escribí
en el blanco papel, sólo recuerdo que en la casa de Don Jesús Espinosa, aquella
tarde de marras, se percibía un ambiente de enorme alegría. Luego me enteré, que
la cosa no era para menos: aquel día habíamos pitado de agregados (oblatos), en
el Centro de Palencia, tres sacerdotes diocesanos: Augusto Sarmiento ,
Enrique Pérez y un servidor. ¡Buena cosecha, la de aquel día!
En
el tren de la tarde volví a Cillamayor. Los campos que iba contemplando desde
la ventanilla del tren, me parecieron más bellos que nunca. Y los viajeros que
llenaban los aparcamientos, más importantes que en otras ocasiones. Hasta el
traqueteo del viejo tren sonaba a música nueva. Llegue feliz a mi Parroquia, al
caer la tarde. Una
ligera cena con mi familia y un secreto guardado con siete llaves. Aquella
noche, larga y corta a la vez, dormí como hacía días no lo había hecho.
Pocos
días, después de hacer, una vez más, el trillado camino hacia a Guardo, para hablar
con Don José Alonso Bustillo ¡qué emoción!, asistí a mi primer círculo. Asistieron
otros sacerdotes (entre ellos, quiero recordar, Don Eutiquiano Saldón, Don José
Luis de Santiago, Don José Antonio Fuentes Caballero, Don Andrés Quijano, Don Salvador
Tejedor Melero, Don Carlos González, Don Pedro Antonio Millán), que al ver que
no salía de la sala cuando iba a empezar el círculo, como había hecho otras
veces, se quedaron extrañados.
Este
primer círculo fue un descubrimiento: por lo que se dijo y por la piedad y
seriedad mostrada por los asistentes y por otras muchas cosas. Recuerdo, con
especial emoción que aquel día, después del círculo fuimos a comer a la casa de
Don José Alonso Bustillo. ¡Qué confianza
y qué alegría entre los sacerdotes!. ¡Qué alegría entre todos! ¡Qué amistad se
palpaba en el grupo! Como
guinda, la presencia de la madre de Don José Alonso Bustillo, sirviendo a la
mesa, tiempo después la conocí postrada en la cama en una habitación contigua.
Volví
a Cillamayor, mi Parroquia, feliz y contento, olvidándome, en ésta como en otras
tantas ocasiones, de las inclemencias de la vuelta que tenía que hacer en el
viejo tren de la Robla, respirando el polvo del carbón que transportaba; o en los
viajes en autostop, en los que me ocurrieron, no es el momento de contarlo, divertidas
anécdotas, extraños y, a veces, sobrenaturales encuentros.
El
día 15 de agosto era la fiesta de Nuestra Señora de la Asunción, Patrona de
Cillamayor, donde estaba de Ecónomo. ¡Que atrevidos fueron los directores!, me propusieron
asistir durante diez días, a la que sería mi primera convivencia, teniendo que
dejar mis obligaciones parroquiales. ¡Algo insólito en aquellos momentos, dejar
la Parroquia durante diez días y además el día de la fiesta de la Patrona del pueblo!.
Acepté. Pensé que obedeciendo acertaba.
Por
cierto, aquel año se había ordenado sacerdote un primo mío, acudí a él e
ilusionado, me sustituyó durante quince días en la Parroquia, favor que agradecí
enormemente. De paso, dio unas lecciones de latín a una hermana mía que estaba
estudiando en el Colegio de Aguilar de Campóo. El predicador de la Misa de ese
solemne día, para no comprometer a un recién ordenado, se lo encargué a Don Anselmo Bellota Peláez, compañero
de curso en el Seminario y excelente amigo mío, que lo hizo encantado.
El
recuerdo que guardo de aquella convivencia, que tuvo lugar en una casa cercana al
pantano de Buendía (Guadalajara), es indescriptible.¡Qué alegría en el ambiente,
qué espíritu apostólico en las conversaciones, qué delicadeza en las normas
litúrgicas, qué detalles de cariño, qué amor a la Iglesia, al Papa, al Padre
….; que tertulias -esos ratos de familia, después de comer y de cenar-, donde
se contaban cosas de la Obra, de nuestro Padre, del apostolado de unos otros; donde se cantaban canciones para mi
nuevas.
No
es posible contar en esta breve nota aquella grata experiencia, y, menos aún, trasladar
el exquisito sabor de las tertulias, llamadas “piratas”, en la que la gente
mayor, en pequeños grupos, contaba cosas oídas o vividas al lado de nuestro
Padre. ¡Magnífica convivencia!
Salí,
pues, de aquella primera convivencia emocionado, me parecía todo tan bonito,
que más de una vez pensé en el regalo que Dios me había concedido a mi,
sacerdote recién ordenado. Con el tiempo, fui asentando las ideas y las cosas
allí oídas.
Durante
casi año y medio, acudí todas las semanas al circulo que se celebraba en Guardo,
a pesar de las dificultades y críticas de propios y extraños. De extraños,
porque de algunos me llegaron diversos comentarios negativos. Tampoco faltaron
quejas provenientes de dentro: hasta de mis padres y hermanos, que aconsejados
por no sé quien sacerdote, lo menos que me decían es: ¡dónde te has metido!. Para
ellos, luego lo entenderían maravillosamente, el Opus Dei era algo que si no rozaba
con lo prohibido o peligroso estaba muy cerca.
Por
mi parte, con la gracia de Dios y la ayuda de los sacerdotes del Centro, me fui
dando cuenta que me había tocado la lotería. No sólo no había perdió nada de mi
condición diocesana, sino que había recibido la posibilidad de ser feliz y
hacer felices a los demás.
Por
aquellos días, me tropecé en la biblioteca parroquial de Cillamayor, en la que
había estado Don José Antonio Abad, sacerdote de la Obra, un pequeño libro,
titulado Santo Rosario. Me gustó tanto y como tenía que dejarlo una vez leído,
me propuse copiarlo a máquina para tenerlo conmigo, y así lo hice. Después lo
leí muchas veces. Más tarde, pasados algunos años, lo compré. Ahora dispongo
del comentario crítico realizado por Don
Pedro Rodríguez.
Poco a poco fui entendiendo las normas del plan de
vida y las costumbres que me iban explicando. Una experiencia inolvidable fue
el día que celebramos la fiesta de los Reyes Magos, algo que nunca había vivido
con otros sacerdotes. Habíamos escrito la carta a los Reyes, en la que cada uno
pedía pequeñas cosas, lo que quería. A mi me dejaron aquel año, entre otras
cosas, una pequeña imagen de la Virgen
con Niño, imagen que aún conservo con ilusión y a la que rezo todos los días
pidiendo por las vocaciones.
Fueron
pasando los meses. Semana tras semana me acercaba hasta Guardo para tener el
Círculo, hacer la charla y confesarme. Cosa que no me fue nada fácil, diría incluso
que costoso, pero tengo que decir que cada vez que volvía, volvía más contento.
Hasta la gente de la Parroquia lo notaba y, de modo especial lo percibían, mis
hermanas que entonces vivían conmigo.
Un
día, no recuerdo cuando ni donde fue, me dijeron que si me gustaría ir a
estudiar Derecho Canónico a la Universidad de Navarra, en Pamplona. De entrada
me pareció fabuloso, aunque insinué que lo que me gustaría estudiar era periodismo,
pero para hacer esa carrera, estaba seguro, el Obispo no me concedería permiso,
por lo que dije que sí, que iría a estudiar Derecho Canónico a Pamplona.
Tras
pedir la autorización al Obispo de Palencia, Mons. José Souto Vizoso, que me
concedió sin ningún reparo y sin prometerme ninguna ayuda económica de parte de
la diócesis, preparé el viaje a Pamplona para comenzar el curso 1967-68.
Antes
había ido, como era frecuente en aquel tiempo, viajando en auto-stop, hasta
Pamplona, con el objeto de conseguir un lugar donde poder vivir. Tuve suerte,
enseguida encontré un piso que me recomendó Don Félix Barrios, un sacerdote
agregado de Segovia, que estaba estudiando en la Universidad de Navarra en
Pamplona.
Ayudado
por un primo que tenía un camión, me trasladé hasta Pamplona, con los pocos
muebles que tenía en Cillamayor. Recuerdo que era un sábado. El domingo después
de celebrar la Misa en la Parroquia de San José, donde luego colaboré muchos años,
ordenamos las cosas del piso.
Al
día siguiente me presenté a Don Amador García Bañón en el Colegio Mayor Aralar.
Después de un breve saludo, de cortesía me dijo: “Sé que vienes a estudiar Derecho
Canónico, pero ¿te daría igual estudiar Teología? Le dije que bueno, y me
matriculé en el primer curso de Licenciatura en Teología.
El
15 de octubre del año 1967 dieron comienzo las primeras clases en la Facultad
de Teología de la Universidad de Navarra, ubicada entonces en unas dependencias
anejas al Claustro de la Catedral de Pamplona. Pero eso es ya otra historia,
como otra historia es el viaje que realizó Nuestro Padre en aquel octubre del
año 1967, para celebrar la Jornada de la Asociación de Amigos de la
Universidad, en la que pude asistir a algunas tertulias de Nuestro Padre.
JMC