sábado, 27 de julio de 2013

SENCILLAS VIVENCIAS

¡¡¡SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!!!


Eran otros tiempos. Aún no habían llegado las normas litúrgicas, que más tarde, emanarían del Concilio Vaticano II, sobre el modo de celebrar  y de asistir a la Santa Misa.

Cuando llegué como Coadjutor a la Parroquia de Barruelo, año 1963, era costumbre, siempre que se pudiera, que un sacerdote explicara, desde el púlpito, los distintos momentos de la Misa, mientras que otro sacerdote “decía (sic) la Misa”.

Se celebraba de espaldas al público y además en latín. Por eso, convenía que otro sacerdote fuera desgranando, paso a paso, las oraciones, que el celebrante en lengua latina y en voz baja iba diciendo.

No me extrañó, por eso, que Don Manuel nos diera el cargo, a los recién llegados sacerdotes, de explicar la Misa a los fieles. Era sencillo: decir en castellano lo que el celebrante iba haciendo y diciendo.

El momento cumbre era el de la Consagración. El que explicaba se arrodillaba en el púlpito, la gente lo hacía en sus lugares, el sacerdote junto al altar. Y mientras en el templo sonaba la campanilla del monaguillo, se oía en el silencio: “Señor mío y Dios mío”.

¡Qué hermosos años aquellos en los que la piedad del sacerdote y la piedad del pueblo iban de la mano!


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