ORO, INCIENSO Y MIRRA
La noche de la víspera de la fiesta de los Reyes Magos siempre
es más larga que otras. En algunas casas siguen encendidas las luces de la sala
de estar hasta muy tarde. Todos permanecen en espera. Al fin, llegan los Reyes y
que suerte, siempre encuentran a los niños, después de larga espera, dormidos.
Quizás soñando, pero nunca despiertos. Lo que hace que nunca puedan ver a los
Reyes en persona. Saben de su existencia porque, a la mañana siguiente,
aparecen los regalos perfectamente ordenados y distribuidos. Cada uno abre su
paquete o coge su regalo con el que disfrutará todo el día o en algunas
ocasiones más días. Hoy, cuando salí de casa, la calle estaba totalmente
desierta. No se oía ni un ruido, ni una voz. Las persianas de las ventanas bajadas
y un silencio absoluto reinaba por doquier. Sólo encontré por el camino con un
pequeño pajarito, “nevadora” les llamábamos en el pueblo. Tan pequeño es este pajarito,
que decía mi padre: “Para hacer un kilo de estos pajaritos se necesitan cientos”.
Tranquilamente recorrió unos metros delante de mí, para desaparecer de
inmediato. Luego, cuando llegué a la puerta de la Iglesia, dos palomas
rebuscaban algo de comida por el suelo. Y así, sin más, entré en el templo y delante
del belén allí colocado, le di gracias a Dios y, con cierta parsimonia, dejé junto
al Niño oro, incienso y mirra. Felices
Reyes Magos.
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