Desde que llegué a Barruelo de Santullán,
todos los días, tuve la dicha de celebrar la Santa Misa en la Capilla de las
Hermanas de la Caridad. Era una de mis obligaciones.
La Capilla de las Hermanas era pequeña. En el
retablo estaba colocada una hermosa imagen de Nuestra Señora de la Milagrosa.
El color azul predominaba en el conjunto.
En la sacristía guardaban las ropas
litúrgicas y servía para revestirse el sacerdote. Lo tenían todo muy ordenado,
limpio. Se notaba, que además de ser religiosas, eran diligentes, cuidadosas
con las cosas del Señor.
La hora de comenzar la Santa Misa era
temprana. No recuerdo bien, si a las seis y media o a las siete de la mañana.
De todas formas, durante buena parte del año, las calles estaban solitarias.
Solía ser puntual. Para eso, había que levantarse,
al menos, media hora antes. Un despertador me ayudaba en esta tarea. Cuando fallaba el reloj o estaba más cansado, seguía felizmente durmiendo.
Más al rato, finos
golpes dados en el cristal de la ventana me llamaban al orden. Me
preparaba con rapidez y bajaba corriendo a la Capilla de las Hermanas. Allí estaban
ellas, rezando, reparando.
Estos días, no fueron muchos, la luz de los rayos de la Virgen Milagrosa, se me antojaban más claros y luminosos y me ayudaban a decir: "Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos".
Estos días, no fueron muchos, la luz de los rayos de la Virgen Milagrosa, se me antojaban más claros y luminosos y me ayudaban a decir: "Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos".