sábado, 22 de mayo de 2010

Solemnidad de Pentecostés
Del santo Evangelio
según San Juan 20,19-23.


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Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Cuando Jesús se despidió de sus discípulos, les prometió que el Espíritu vendría para estar siempre con ellos. Una luz de esperanza quedó brillando en el corazón sencillo y temeroso de aquellos hombres. Durante un tiempo, permanecieron escondidos, rezando y esperando, con mucho miedo, las puertas cerradas, atentos a cualquier ataque por sorpresa.

Y un día, en efecto, cerradas las puertas, un fuego vivo llegó como viento fuerte, abriendo violentamente las ventanas. Llegó hasta ellos el Espíritu Santo. Y aquellos hombres, cobardes y huidizos, sacudidos por el Espíritu Santo, enardecidos, se lanzaron a la calle a proclamar las maravillas de Dios, a anunciar la Buena Nueva.

Y, ante toda Jerusalén, proclamaron que Jesús había muerto por la salvación de todos, y también que había resucitado y que había sido glorificado, y que sólo en él estaba la redención del mundo entero.

Fue aquel día, el primer Pentecostés, el arranque de valor, rayano en la osadía, que pronto suscitó una dura persecución que hoy, después de veinte siglos, todavía sigue presente en la Iglesia. Porque hemos de reconocer que las insidias de los enemigos de Cristo y de su Iglesia no han cesado.

Unas veces de forma abierta y frontal, imponiendo el silencio con la violencia. Otras veces el ataque es tangencial, solapado y ladino. La sonrisa maliciosa, la adulación infame, la indiferencia que corroe, la corrupción de la familia, la degradación del sexo, la orquestación a escala internacional de campañas contra el mismo Papa, contra los sacerdotes.

Las fuerzas del mal no descansan, los hijos de las tinieblas continúan con denuedo su afán demoledor de cuanto anunció Jesucristo. Y lo peor de todo –lo recordaba Benedicto XVI en Fátima- es que algunos ataques proceden de quienes están dentro de la misma Iglesia. O de muchos ingenuos que no lo quieren ver, que no saben descubrir detrás de lo que parece inofensivo, la ofensiva feroz del que como león rugiente está a la busca de quien devorar.

Pero hoy, una vez más, fiesta de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, es el momento de recordar que Dios puede más; que el Espíritu no deja de latir sobre las aguas del mundo; que la fuerza de su viento sigue empujando la barca de Pedro: la Iglesia.

De una parte, por la efusión y la potencia del Espíritu Santo, los pecados nos son perdonados en el Bautismo y en el Sacramento de la Reconciliación. Por otra parte, el Paráclito nos ilumina, nos consuela, nos transforma, nos lanza como brasas encendidas en el mundo apagado y frío.

Por eso, a pesar de todo, la aventura de amar y redimir, como lo hizo Cristo, sigue siendo una realidad palpitante y gozosa, una llamada urgente a todos los hombres, para que prendamos el fuego de Dios en cada alma, en el mundo entero. Así sea.