II DOMINGO DE CUARESMA CICLO C
+ Lectura del santo evangelio según san Mateo 17, 1–9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
–«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
–«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
–«Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
–«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.
Hoy, segundo Domingo de Cuaresma, el Evangelio nos muestra la Transfiguración del Señor: acontecimiento que es un anuncio, un anticipo glorioso de la Resurrección. El Señor quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían la responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina, para afrontar cuando llegase el escándalo de la cruz.
Junto a Jesús –dice el texto- aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26. 46).
Y en este momento, como había sucedido después del bautismo en el Jordán, llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó "Hijo amado" (Mc 9, 7).
La primera lectura nos recuerda el ejemplo de Abrahán, nuestro padre en la fe, y nos muestra la vida cristiana como un largo camino que hay que recorrer.
Dios nos llama, nos invita a recorrer el camino. Y lo importante es no parar, lo importante es avanzar sin cesar en ese camino de la salvación, fiándonos siempre del amor del que nos ha llamado.
Abrahán se fía de Dios. En esto consiste la fe. En sabernos amados por Dios, en fiarnos de Él y aceptar su palabra como la palabra de vida y de salvación, aunque muchas veces sea desconcertante para nosotros.
Por su parte, San Pablo nos invita a no perder de vista esta perspectiva: somos peregrinos, caminantes hacia la vida eterna. Por tanto no debemos pegarnos a las cosas materiales de este mundo. Porque hemos de ir más lejos.
No hemos de hacer como aquellos que dice San Pablo que son enemigos de la cruz de Cristo y que tienen por Dios su vientre, y por gloria sus vergüenzas, sólo aspiran a cosas terrenas.
La meta es clara: la vida eterna; el camino también es claro: escuchar a Cristo y vivir en su voluntad.
Este es el “motor” que nos hace avanzar: Este es mi Hijo, el amado, mi escogido. Escuchadlo. Avanza en el camino de la vida eterna aquel que, humildemente, escucha a Jesucristo, lo acepta como único Señor y único Maestro y trata de tener sus mismos sentimientos y actitudes, y después trata de vivir como vivió El.