JESÚS Y
EL HARAPIENTO
Hoy he
subido con cierto tiempo a Pamplona. Por eso, antes de dirigirme a Carlos III,
51, que era mi destino he pasado, para visitar al Señor, por la Capilla de la
Adoración Perpetua. He entrado. Había poca gente. Tres minutos, arrodillado a
los pies del Señor y una petición concreta.
Luego
he salido a la calle. Y allí, a la puerta de la Capilla del Santísimo,
acurrucado junto a la escalera, un pobre, de mediana edad, con barba espesa y
la mano extendida pidiendo una limosna.
Le miré
a los ojos, pero no le di nada. Ya le había visto al entrar y también le había
saludado con suaves palabras. Pero nada más. Un leve deseo de ayudar, un ligero
movimiento de piedad. Pero nada más.
Me pasa
muchas veces. Tengo que hacer un acto de fe para adorar a Jesús Sacramentado,
presente con su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, oculto en el Pan
Consagrado. Y del fondo de mi ser me brota una oración: “Yo quisiera, Señor,
recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con la que os recibió vuestra
Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los Santos.
Y tengo
que hacer también un acto de fe, para ver en cualquier pordiosero, sentado a la
puerta de la Capilla, pidiendo limosna, para ver detrás de sus harapos, y hasta
de “su mala pinta”, un hijo de Dios, un hermano mío.
Una vez
más repito en mi interior: “Señor que vea, Señor, que veamos, Señor que vean.
Que te veamos detrás del Pan y que te veamos detrás del harapiento que doblado, con el móvil en la mano, pide
limosna.
PARA ESCUCHAR