miércoles, 29 de diciembre de 2010


ANA LA PROFETISA

DÍA SEXTO DE LA OCTAVA DE NAVIDAD

 SAN LUCAS 2, 36-40

CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
http://www.youtube.com/watch?v=d8Acc_RZ2lg

Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años de casada, y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento alababa a Dios, y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.

Las palabras del anciano Simeón se clavaron fuertemente en mi alma. Despuntaba allí mismo una “punta” del misterio. Misterio —que porque lo es— sigue siéndolo a pesar de haber transcurrido veinte siglos. ¡Signo de contradicción! ¡Espada de dolor! ¡Ruina y resurrección! ¡Dios y el hombre! ¡Salvación y muerte!

En éstas, apareció la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Se acercaba con paso lento, era muy anciana. Tenía una larga historia tras de sí: siete años casada, el resto viuda. Ahora tenía ochenta y cuatro años. Y siempre sirviendo en el Templo. Ayunaba mucho y rezaba más. Y le conocían en el Templo hasta las piedras.

Y llegó despacio y tranquila, alabando a Dios. A todos los que encontraba por el camino les hablaba del Mesías y les ayudaba a esperar la redención de Jerusalén. A mí me puso la mano en la cabeza y me dijo: “No seas incrédulo, sino creyente”. A otros les decía: “Sed valientes, tened ánimo, no temáis”.

María, al ver a Ana, se puso muy contenta. Le saludó como de conocerse de antes. María le dejó el Niño un buen rato, la anciana mientras le arrullaba decía: “Yo también sirvo a Dios, yo también soy esclava”. Y María mirando a José, le dijo: “José, esta es la anciana de que tantas veces te hablé”. Y José le dijo a Ana: ¡Enhorabuena, por haber estado aquí!

A José y María —y a todos— nos costaba arrancarnos de aquel lugar. Pero había que realizar lo establecido. Así que, cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor, regresaron a Galilea, su ciudad de Nazaret. Muchos fuimos con ellos, siempre detrás, y comprobamos que eran felices. María no hacía más que decirle al Niño: ¡Rey mío, Dios! El Niño reía como un ángel y sembraba paz a su alrededor. Hasta nosotros —los que les seguíamos— lo notábamos. Y José era feliz, dichoso.

Ya en Nazaret, siguió la vida ordinaria. Amanecía y se ponía el sol; se trabajaba y se rezaba; se organizaban reuniones en la cocina de María y en el taller de José. El Niño aprendía, a veces hablaba, otras miraba, daba gusto con Él. Jesús iba creciendo y se iba haciendo fuerte. Cada vez sabía más y cada vez brillaba más en Él la bondad. ¡Dios estaba con Él y Él con Dios. El era Dios!