DESDE MI VENTANA
Esto lo escribí ayer. Todavía en la casa de Aranbide. Lo escribí en mi habitación, lugar desde he visto y descrito otras cosas esta convivencia: días de formación, de amistad, de descanso.
Tengo delante una fotografía que tomé hace unos días. No es una fotografía muy buena, pero recoge un aspecto de mi jardín. A la derecha un trozo de pared, compuesto por seis ladrillos, que al estar tomada la fotografía de cerca, parecen gruesas placas de cemento; un poco más allá, a la derecha, una puerta metálica de cinco planchas; justo en el rincón, un arbolillo; ya fuera de la tapia: verdes pálidos y verdes obscuros; y tras el maizal, los prados, las altas montañas. Y aquí, más cerca, una pequeña rosa, sencilla, tiesa, que nace de la tierra y alegra el conjunto. Esta la fotografía.
Después de ocho días, miro de nuevo por la ventana de mi habitación. Veo los mismos ladrillos, son más pequeños; veo la puerta casi plana, es la misma; el arbolillo triste y doblado; veo los verdes del jardín apagados; los maizales y los prados obscuros; las altas montañas cubiertas por las nubes. Y la rosa, la pequeña rosa, la veo ajada, doblada, casi seca. Todo ha cambiado, y tan sólo ha pasado una semana.
La razón: el tiempo. El tiempo ha comido y desgastado el color, el tiempo ha cambiado el clima, el tiempo ha cambiado los aspectos de las cosas.
Hoy es un día de verano que parece invierno. Ayer llovió mucho, hoy hace frío y todo ha cambiado. Hasta las ovejas que pastan en el prado y las vacas que cruzan los campos, están tristes, les falta sol, luz, alegría.
Y sin embargo, a pesar de este contraste tan fuerte, a pesar de estos cambios, por cierto todos exteriores, un hijo de Dios no debe dejar llevar por el desánimo, no debe caer en la angustia, en la melancolía. ¡Que estén triste los que no quieren ser hijos de Dios!, escribió San Josemaría.
Nunca dejarse vencer por la tristeza, pero menos hoy, cuando esto escribo, que celebro los cuarenta y ocho años de mi ordenación sacerdotal. Y aunque miro para atrás y veo tantos cambios, tantas pisadas borradas: desde Barruelo, Cillamayor, hasta el Redín, Irabia, Miravalles; desde la Universidad hasta la Parroquia de Santa Teresa, hay que mirar hacia adelante y soñar. Lo he oído estos días muchas veces: “Soñad y os quedaréis cortos”. Desde mañana volveré a mirar por la ventana de mi habitación.
Esto lo escribí ayer. Todavía en la casa de Aranbide. Lo escribí en mi habitación, lugar desde he visto y descrito otras cosas esta convivencia: días de formación, de amistad, de descanso.
Tengo delante una fotografía que tomé hace unos días. No es una fotografía muy buena, pero recoge un aspecto de mi jardín. A la derecha un trozo de pared, compuesto por seis ladrillos, que al estar tomada la fotografía de cerca, parecen gruesas placas de cemento; un poco más allá, a la derecha, una puerta metálica de cinco planchas; justo en el rincón, un arbolillo; ya fuera de la tapia: verdes pálidos y verdes obscuros; y tras el maizal, los prados, las altas montañas. Y aquí, más cerca, una pequeña rosa, sencilla, tiesa, que nace de la tierra y alegra el conjunto. Esta la fotografía.
Después de ocho días, miro de nuevo por la ventana de mi habitación. Veo los mismos ladrillos, son más pequeños; veo la puerta casi plana, es la misma; el arbolillo triste y doblado; veo los verdes del jardín apagados; los maizales y los prados obscuros; las altas montañas cubiertas por las nubes. Y la rosa, la pequeña rosa, la veo ajada, doblada, casi seca. Todo ha cambiado, y tan sólo ha pasado una semana.
La razón: el tiempo. El tiempo ha comido y desgastado el color, el tiempo ha cambiado el clima, el tiempo ha cambiado los aspectos de las cosas.
Hoy es un día de verano que parece invierno. Ayer llovió mucho, hoy hace frío y todo ha cambiado. Hasta las ovejas que pastan en el prado y las vacas que cruzan los campos, están tristes, les falta sol, luz, alegría.
Y sin embargo, a pesar de este contraste tan fuerte, a pesar de estos cambios, por cierto todos exteriores, un hijo de Dios no debe dejar llevar por el desánimo, no debe caer en la angustia, en la melancolía. ¡Que estén triste los que no quieren ser hijos de Dios!, escribió San Josemaría.
Nunca dejarse vencer por la tristeza, pero menos hoy, cuando esto escribo, que celebro los cuarenta y ocho años de mi ordenación sacerdotal. Y aunque miro para atrás y veo tantos cambios, tantas pisadas borradas: desde Barruelo, Cillamayor, hasta el Redín, Irabia, Miravalles; desde la Universidad hasta la Parroquia de Santa Teresa, hay que mirar hacia adelante y soñar. Lo he oído estos días muchas veces: “Soñad y os quedaréis cortos”. Desde mañana volveré a mirar por la ventana de mi habitación.