MAGNIFICAT |
CUARTA SEMANA DE ADVIENTO
MIÉRCOLES (FERIA DÍA 22 DE DICIEMBRE)
SAN LUCAS 1, 46-56CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
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María exclamó:
—Glorifica mi alma al Señor,
y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:
porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava;
por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso,
cuyo nombre es Santo;
su misericordia se derrama de generación en generación
sobre los que le temen.
Manifestó el poder de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó a los poderosos de su trono
y ensalzó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos
y a los ricos los despidió vacíos.
Protegió a Israel su siervo,
recordando su misericordia,
como había prometido a nuestros padres,
Abrahán y su descendencia para siempre.
María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.
Tu Madre, Señor, después de escuchar las alabanzas y parabienes de parte de su prima Isabel, agradecida y satisfecha, comenzó a alabar a Dios Padre Todopoderoso. Con el nombre del Magnificat conocemos ahora la alabanza que entonó tu Madre. Tú, Señor, escuchabas en silencio.
Como un personaje más de aquel momento y usando cierta licencia literaria, sitúo aquella escena evangélica en el siguiente contexto. Totalmente personal y propio.
“Aquel día, Señor, había llegado yo, a media tarde, a la plaza donde estaba situada la casa de Zacarías e Isabel. Había sido un día duro. Llevaba los pies doloridos de subir montes y atravesar valles. Me encontraba cansado. Aprovechando el silencio del atardecer, me había colocado en el hueco de una casa vecina a la de Isabel. Acostado sobre una vieja manta, cuando casi me había quedado dormido, oí muy cerca la letra y la música de un bello canto. Presté atención y mi alma quedó ensimismada. Así —escuchando— pasé un buen rato. Luego me dormí feliz y contento.
Al día siguiente supe que quien cantaba era una jovencita de Nazaret, que había llegado a cuidar a Isabel, su prima, que pronto iba a ser madre. Me contaron que aquella joven, tu Madre, siempre había sido sencilla, humilde. Pero que aquel día cuando comenzó a cantar lo parecía aún más. Así me pareció a mi también cuando tuve la suerte de verla camino de la Sinagoga. ¡Qué bien cantaba tu Madre, Señor! ¡Qué bien cantaba!
Tanto me gustó su voz, que nunca más pude olvidar aquella melodía. No pude entonces, entender el texto completo de aquella canción. Por eso, ahora cuando releo el texto, disfruto de nuevo con la letra y escucho su voz en mi interior. Si recuerdo que tu Madre glorificaba a Dios con toda el alma; que se notaba llena de gozo en su espíritu; que era feliz por las grandezas recibidas, y que Ella era una esclava; que Ella era una favorecida; que la obra era de Dios y que su brazo era fuerte y su poder infinito. Ella, eso: la esclava del Señor.