martes, 7 de agosto de 2012

DÍA 7 DE OAGOSTO DE 2012


San Juan Macías    

¿Quieren saber ustedes el milagro que el Papa Pablo VI aceptó para declarar Santo a nuestro San Juan Macías, el Hermano  portero del convento dominico de Lima? Es un milagro curioso y simpático por demás. 

En el tiempo de la posguerra civil española y de la mundial, había mucha hambre en aquel pueblo extremeño, y una comisión de señoras voluntarias llevaban al Hogar 

asistencial y a la Casa Cural abundancia de arroz, garbanzos y alubias para que al menos el domingo comieran bien todos los pobres. Pero aquel sábado, por un descuido, no llegaron 
los alimentos previstos. 

La buena cocinera pone al fuego la olla, pero no tiene en las manos más que un puñadito de arroz. -¿Y qué hago ahora?, se dice con angustia la muchacha. Si van a venir los pobres 

y las señoras que les reparten, y hoy no han traído nada. Era la señorita del mismo pueblo que el Beato Juan Macías, y le pide: -Querido Hermano Juan, ayúdame tú, que socorrías tanto a los pobres. El caso es que se coció aquel poquito arroz y empezó a rebosar la olla. Pasan el arroz que va saliendo a otra olla, y a otro y otro recipiente..., y el arroz que no se acaba. Era el mediodía, y los pobres, que venían en largas filas, van comiendo todo lo que quieren, sin que las raciones se acaben. Comían los pobres —y los no pobres también—, porque eran muchos los que acudieron a presenciar el caso tan insólito. 

El Cura Párroco y las señoras no salían de su asombro. Hacia las cuatro de la tarde, cuando ya nadie comía más, porque todos estaban más que satisfechos, cesó la olla de rebosar arroz. Ante la gran cantidad de testigos, el Obispado abrió proceso, se comprobó la verdad, y el Papa aceptó el hecho como verdadero milagro para declarar Santo al querido Hermano Juan Macías.


Bonito, ¿verdad? Pues esto no era más que repetir después de muerto, y al cabo de tres siglos, lo que el Hermano Juan Macías realizó más de una vez en la portería del convento de Lima. Hombre muy honrado, pero sin saber leer ni escribir, había llegado a América a sus treinta y cuatro años. Desembarca en Cartagena, atraviesa a pie Colombia, Ecuador y llega a Perú. Solicita la entrada en el convento de los Dominicos, y ya lo tenemos de portero, con fama de santidad cada día creciente: hombre de Dios con oración continua, con penitencias asombrosas, con milagros a la vista... 

Le visita un joven que se llama Martín de Porres, ¡y qué bien se entienden los dos! Amigos en vida, y hoy los dos, con sus sepulcros y sus imágenes, uno a la derecha y otro a la izquierda de Santa Rosa de Lima, en la misma Iglesia de los Dominicos... Juan Macías era ignorante de letras, pero muy sabio en las cosas de Dios. Es famosa la visión que tuvo un día siendo niño de siete años. Hubo de contarla por obediencia siendo ya mayor. Ve a un Santo a quien no conoce, y que le dice: -Juan, hoy estás de enhorabuena. El niño le responde igual: -Tú también estás de enhorabuena. Y, ¿quién eres? Le contesta la aparición: -¿Yo? Me llamo Juan, como tú. Soy Juan el apóstol y evangelista, el discípulo más querido del Señor. Yo te acompañaré siempre, porque Dios te ha escogido. Te llevaré a tierras lejanas, y allí habrás de labrar templos para Dios. 

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