lunes, 4 de octubre de 2010

MARTA y MARIA
VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T. O.

MARTES
SAN LUCAS 10, 38-42

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Cuando iban de camino entró en cierta aldea, y una mujer llamada Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada también a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo:
—Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude.
Pero el Señor le respondió:
—Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada.

Mientras vivimos aquí en la tierra, estamos de camino. Somos viadores, caminantes, peregrinos hacia una patria eterna. A veces, con dificultades y sinsabores. La santa castellana, Teresa de Jesús, escribió que “esta vida es como una mala noche en una mala posada”. La meta está en el cielo, en la felicidad que nunca acaba. Tú, Señor, y “los tuyos” aquella mañana ibais “de camino”. Y al llegar a “cierta aldea” entrasteis en ella. Llamasteis a una puerta “y una mujer que se llamaba Marta”, os recibió en su casa.

Allí, en aquella casa descansasteis, repusisteis la fuerzas desgastadas. Vivían en aquella casa tres hermanos: Lázaro, Marta y María. Hicisteis con ellos una gran amistad, tanta que a estos tres hermanos se les conocerá más tarde como tus amigos. Con cada uno de ellos tuvisteis hermosos detalles: a Lázaro le prolongaste la vida; a María le hablaste del Reino del cielo; a Marta le enseñaste que “sólo una cosa es necesaria”.

Si nos atenemos a la letra de este texto, el evangelista no insiste en la necesidad de vivir la vida, tejida de acción y de contemplación, de amor al hombre y de amor a Dios, sino que, sencillamente, refiere una doble enseñanza: Marta que se agita, que se mueve, que trabaja sin parar y María que escucha, que medita y que contempla.

Entiendo que tus “palabras no son tanto un reproche a Marta como un elogio inmediato de la actitud de María que escucha tu palabra, Señor”. Escribió San Agustín: “Aquella se agitaba, ésta se alimentaba; aquella disponía muchas cosas, ésta sólo atendía a una. Ambas ocupaciones eran buenas” .

Y San Josemaría enseñó, de palabra y con su vida, que “hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de nosotros descubrir (...). No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca” .