viernes, 5 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Lucas 15, 1-3.11-32

Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
—Éste recibe a los pecadores y come con ellos.
Entonces les propuso esta parábola:
—Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde” Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, lo recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastarlo todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.
»Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre les dijo a sus criados: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y se pusieron a celebrarlo.
»El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. Éste le dijo: “Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano”. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerle. Él replicó a su padre: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado». Pero él respondió: “Hijo, tu siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.

Los publicanos y pecadores, Señor, se acercaban a escucharte. Sin embargo, a los fariseos y a los letrados les parecía mal que aquellas personas te escucharan. Y murmuraban de Ti, Señor, y de ellos.

De Ti decían que eras amigo de pecadores; y de ellos, que te invitaban a comer. Total que entre ellos que te escuchaban y Tú que les hablabas, aquello era un escándalo. Por lo que, los fariseos y letrados celosos como eran, pensaron hacer algo; es decir, pasar de la murmuración a la acción.
Y un día, Tú, Señor, rodeado de fariseos y de letrados, contaste una parábola hermosísima. Una parábola en la que aparecían varios personajes, de tal modo encajados, que el resultado fue una verdadera obra de arte, una obra maestra.

Los personajes: un padre, sin nombre, sin edad, sin estatura, sin más detalles que su paternidad. Dos hijos: el menor, alocado y vividor; el mayor, taciturno y envidioso.

Aquel, se largó de casa; éste, se quedó en el hogar. El menor, derrochó su fortuna; el mayor, amontonó riquezas; el menor, poco después de su marcha lo pasó muy mal; el mayor, al final, también vivió triste; el menor, al volver al hogar, fue abrazado por su padre; el mayor, que nunca se fue de casa, recibe una seria reprimenda de su progenitor; el menor, al volver, congregó a criados y vecinos; el mayor, siempre presente, espantó a propios y a extraños; el menor, fue aplaudido; el mayor, fue orillado; el menor, recibió numerosos premios; el mayor, duras palabras: el menor, fue durante algún tiempo hijo pródigo; el mayor, también lo fue, quizás por menos.

Y el padre: siempre esperando; siempre amando; siempre perdonando; siempre premiando; al menor, con esperas, con banquetes; al mayor, con todo lo suyo; al menor regalándole la vida nueva, la gracia; al mayor, protegiéndole para que no muriera; al menor dándole la casa, el hogar, la amistad; al mayor, dándole la alegría de su propio hermano.

Aquel buen padre, llevando de la mano a sus hijos, unió el cielo con la tierra.