sábado, 3 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
DOMINGO (A)
SAN JUAN 20, 19-23   

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió:
—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
—¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió:
—Si no veo en las manos la marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.
A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
—La paz esté con vosotros.
Después dijo a Tomás:
—Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Respondió Tomás y le dijo:
—¡Señor mío y Dios mío!
Jesús contestó:
—Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído.
Muchos otros milagros hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


El día había transcurrido sin sobresaltos. Ratos de conversación y ratos de silencio, de espera. Algunos habían salido a la calle. Otros permanecían encerrados. Era al atardecer. En esto, te presentaste en medio de la sala. El alboroto debió de ser grande. Pero antes de que nadie te preguntara nada, dijiste: la paz esté con vosotros.

A continuación, mostraste a los presentes —sólo faltaba Tomás— tus manos heridas y traspasadas por los clavos y tu costado abierto. Al verte, tus discípulos se alegraron sobremanera, intensamente. Por momentos desaparecieron los miedos y los temores. Todo era nuevo, distinto; mejor, maravilloso. Entonces, Tú volviste a decir: “la paz esté con vosotros”. Y soplando sobre ellos dijiste: “recibid el Espíritu Santo, perdonad y retened los pecados”. El Señor —dice el Concilio de Trento— principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia .

A los ocho días, te presentaste de nuevo. Ahora estaba también Tomás. Con él tuviste una conversación extraordinaria. Y Tomás, en muy poco tiempo, pasó de incrédulo a creyente. Y este apóstol, la figura de los que dudan, tanto de tu divinidad como de tu humanidad, es modelo de creyente sin reservas.

¡Señor mío y Dios mío!, qué buena jaculatoria.

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