sábado, 3 de abril de 2010

OCTAVA DE PASCUA
MIÉRCOLES
SAN LUCAS 24, 13-35  

Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Y conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos; aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:
—¿Qué venías hablando entre vosotros por el camino?
Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Él les dijo:
—¿Qué ha pasado?
Y le contestaron:
—Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.
Entonces Jesús les dijo:
—¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea a donde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:
—Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.
Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:
—¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían:
—El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.
Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.

Las autoridades, Señor, te habían condenado a muerte; cumpliendo la sentencia te habían crucificado. Externamente todo había terminado. Quizás por eso, aquel mismo día, dos de tus discípulos se volvían a Emaús, su aldea, distante de Jerusalén unos trece kilómetros, a los quehaceres de siempre. Con tu muerte todo había finalizado.

Mientras caminaban con paso cansino y torpe, hablaban de lo sucedido contigo. En esto, te acercaste Tú, Señor, y te pusiste a caminar a su lado. Tan metidos estaban en sus cosas, que no te reconocieron. Tú eras para ellos, un forastero más que se unía en su camino.

Tú, Señor, para entrar en conversación, les preguntaste de qué iban hablando. Se detuvieron un instante. Comprobaste que llevaban los ojos llorosos, entristecidos. Hubo un momento de silencio. Tú callabas, ellos callaban. Al cabo de un rato, uno de ellos, llamado Cleofás, sin mirarte a la cara, respondió ¿Eres Tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha sucedido en ella estos días? ¿Es que no te has enterado de lo ocurrido?

Tú con paciencia infinita, volviste a preguntar ¿qué es lo que ha sucedido para que estéis tan tristes? Y ellos, a la vez, te dijeron: lo de Jesús de Nazaret, profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Pero los sumos sacerdotes y autoridades lo entregaron, lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Ha sido una cosa espantosa, tremenda, dolorosísima. No te lo puedes imaginar, forastero.

Nosotros —se miraron mutuamente—, y otros muchos teníamos puestas en él nuestras esperanzas. Pensábamos que iba a ser el libertador de Israel, pero no ha sido así. Es verdad que algunos de los nuestros fueron al lugar donde lo enterraron y dicen que vieron vacío el sepulcro, pero a Él no lo vieron. Y hablan también de que si unas mujeres lo vieron... y así hemos estado un tiempo, locos de temor y llenos de miedo. Por eso, hemos decido volvernos a nuestra aldea, a nuestro pueblo, a lo nuestro, a lo de siempre. Y en la aldea pasaremos el resto de nuestra vida. Trabajando y llorando la desaparición de este hombre, tan bueno, tan extraordinario. Lo extraño es que Tú, forastero, no te hayas enterado.

Entonces, Tú, Señor, les dijiste: ¡Oh necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y luego, “comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretaste en las Escrituras lo que a Ti se refería”. En esto, los tres llegasteis cerca de la aldea donde iban aquellos discípulos. Tú hiciste ademán de continuar adelante. Pero ellos no te lo permitieron. Quédate con nosotros —te dijeron— porque se hace tarde y está ya anocheciendo.

Accediste y entraste con ellos. Te invitaron a cenar. “Y estando juntos a la mesa tomaste pan, lo bendijiste, lo partiste y se lo diste a los dos”. Fue entonces, cuando “se les abrieron los ojos” como platos y “te reconocieron”. Y Tú, Señor, que una vez más habías cumplido la voluntad del Padre, desapareciste de su presencia.

Los dos, Cleofás y el otro, se levantaron de la mesa, se abrazaron, saltaron de júbilo y se dijeron: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?

Al instante regresaron a Jerusalén. La vuelta fue mucho más corta; y cuando llegaron encontraron reunidos a los Once y a otros. Todos decían lo mismo: “El Señor ha resucitado realmente”. Y aquéllos decían que te habías aparecido a Simón, y éstos contaban lo que les había pasado contigo en el camino y cómo te habían reconocido en la mesa al partir el pan.

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