lunes, 15 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
MARTES
San Juan 5, 1-3.5-16


Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los que yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos.
Había allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años. Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo:
—¿Quieres curarte?
El enfermo le contestó:
—Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, desciende otro antes que yo.
Le dijo Jesús:
—Levántate, toma tu camilla y ponte a andar.
Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.
Aquel día era sábado. Entonces dijeron los judíos al que había sido curado:
—Es sábado y no te es lícito llevar la camilla.
Él les respondió:
—El que me ha curado es el que me dijo: “Toma tu camilla y anda”.
Le interrogaron:
—¿Quién es el hombre que te dijo: “Toma tu camilla y anda?.
El que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apartado de la muchedumbre allí congregada.
Después de esto lo encontró Jesús en el Templo y le dijo:
—Mira, estás curado; no peques más para que no te ocurra algo peor.
Se marchó aquel hombre y les dijo a los judíos que era Jesús el que le había curado. Por eso perseguían los judíos a Jesús, porque había hecho esto en sábado. Jesús les replicó:
—Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo.
Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.


Fiesta de los judíos en Jerusalén. Allí estabas Tú, Señor, entre la gente, con las gentes. Cumpliendo la Ley como un buen judío. Y junto a la piscina de Betzata, muchos enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, esperando que las aguas se movieran. Uno de aquellos llevaba allí treinta y ocho años. ¡Qué perseverancia! Y Tú, Señor, te fijaste en aquel hombre. Y le preguntaste ¿quieres quedar sano? Y él: “no tengo a nadie...” Y Tú: “levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y, al instante, quedó sano el hombre, y tomó su camilla y echó a andar”. ¡Qué alegría! ¡Qué gozo! ¡Qué júbilo!

Pero aquel día era sábado. Y los judíos dijeron a aquel hombre que no le estaba permitido llevar la camilla. Y el curado, contraatacó: pues el que me curó me ordenó que tomase la camilla. Y ellos: ¿y quién es ése? Y él: no lo sé. Y mientras, Tú, Señor, “aprovechando el barullo” que habían montado, te alejaste. Hiciste el bien y desapareciste. Y los hombres, mientras, discutiendo leyes, normas, costumbres. “Habla Señor...”.

Y aquel buen hombre —con camilla o sin camilla, no lo sé— se fue al Templo. A buen seguro que para agradecer el regalo recibido. Y allí te lo encontraste de nuevo; y, a solas o quizás en compañía de otros, le dijiste: “Amigo, has quedado sano, no peques más, no sea que te ocurra algo peor”.

Y aquel hombre entendió que era Jesús quien le había curado. Y así lo dijo a los judíos, que furiosos querían acorralar a Jesús porque hacías tales cosas.

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