lunes, 8 de marzo de 2010




Tercera Semana de Cuaresma
MARTES
San Mateo 18, 21-35

Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:
—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?
Jesús le respondió:
—No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: “Págame lo que me debes”. Su compañero, se echó a sus pies, y se puso a rogarle: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: “Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tu también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.

Ibais de camino. Tal vez lo hacíais en pequeños grupos. Quizás charlabas con alguno de tus discípulos. En éstas, se adelantó Pedro, te saludó familiarmente y enseguida te preguntó: Maestro, ¿hasta cuándo debemos perdonar? ¿hasta siete veces, es decir, hasta el límite de la paciencia?

Y Tú, Señor, le contestaste: Mira Pedro, no sólo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete, es decir, siempre. Y al instante, se acercaron los demás. Entonces Tú, Señor, les mandaste sentar. Ellos se colocaron a tu alrededor dispuestos a escucharte. Y Tú, Señor, con calma, con paciencia les contaste una parábola. La parábola del rey que quiso ajustar cuentas con sus empleados. Se quedaron extrañados con el relato.

Esta era la parábola: Un rey quiso arreglar cuentas con sus socios. Había uno —dijiste—, que le debía diez mil talentos. Y el pobre hombre no tenía con qué pagar. Le propuso el dueño que vendiera a su mujer y a sus hijos y todas sus posesiones para poder pagarle. Mas él, pobre hombre, suplicó que le diera tiempo. Y el dueño, el buen rey, compadecido, le perdonó todo. Y aquel hombre se puso muy contento. Pero al rato se encontró con un amigo suyo que le debía a su vez una pequeña cantidad de dinero y le exigía con fuerza que se lo pagase. El amigo pidió clemencia, pero aquel no quiso acceder; al contrario, le acusó y le metió en la cárcel, hasta que pagase la deuda.

Poco después, los compañeros de este hombre intransigente le chivaron al rey. El rey le volvió a llamar. Y le dijo que era un malvado y lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Siempre he pensado que esta última deuda no era la deuda monetaria, sino la horrenda deuda de la falta de perdón, de la falta de compresión.

Los discípulos quedaron conmocionados. Tú, Señor, a modo de moraleja dijiste: “Eso hará con vosotros mi Padre si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos”. Por lo tanto, dirigiéndote de nuevo a Pedro, dijiste: hay que perdonar siempre; hay que perdonar todo y hay que perdonar a todos.

Me imagino a Pedro, nervioso y emocionado, recordando estas palabras del Maestro el día de las negaciones. Entiendo lo de las lágrimas y también lo de los surcos en las mejillas. Yo, ahora, Señor, te pido perdón; y te ruego que me ayudes a perdonar siempre, todo, a todos.

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