Tercera Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Lucas 18, 9-14
Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
—Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo”. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mi, que soy un pecador”. Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.
Señor, te preocupabas de todos. De los justos y de los pecadores; de los ricos y de los pobres; de los judíos y de los samaritanos; de los sabios y de los sencillos. Para Ti, Señor, todos eran hijos de Dios. Aquel día quisiste hablar a los que se creían perfectos y despreciaban a los demás, y les contaste una parábola. ¡Qué bien nos conviene a todos recordarla!
SÁBADO
San Lucas 18, 9-14
Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
—Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo”. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mi, que soy un pecador”. Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.
Señor, te preocupabas de todos. De los justos y de los pecadores; de los ricos y de los pobres; de los judíos y de los samaritanos; de los sabios y de los sencillos. Para Ti, Señor, todos eran hijos de Dios. Aquel día quisiste hablar a los que se creían perfectos y despreciaban a los demás, y les contaste una parábola. ¡Qué bien nos conviene a todos recordarla!
Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo se colocó adelante, el publicano se quedó atrás. El fariseo daba gracias a Dios porque no era del grupo de los malos; porque pertenecía al grupo de los cumplidores; el publicano al contrario ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo: se consideraba indigno; al fin y al cabo, se decía, todo el mundo sabe lo que soy y lo que he sido: un estafador, un mal hombre y un pendenciero. Y así, en su humildad, se golpeaba el pecho y pedía perdón.
La lección era clara. La entendieron todos: los destinatarios inmediatos y los indirectos. ¿Quién no se ha considerado alguna vez el mejor en algo? ¿Quién no ha pensado que los otros son los malos? ¿Quién no ha dicho alguna vez: ¿si todos fueran como yo? Por eso, todos se aplicaron la parábola en sus adentros.
Para mayor claridad Tú, Señor, sacaste una lección y la plasmaste en esta doble sentencia: “Os digo que el publicano bajó justificado a su casa y el fariseo no”. “Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
Interesa, pues, saber ser humilde, saber humillarse, saber conocer la verdad: si en nuestra vida existen luces, reconocer que vienen de Dios; y si existen sombras, reconocer que son nuestras. Y a los demás, disculparlos; y con los demás no establecer comparaciones. “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; no os comparéis y no seréis rechazados”.
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