SAN JUAN
18, 1-19
18, 1-19
Cuando acabó de hablar, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos. Judas, el que le iba a entregar, conocía el lugar, porque Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos. Entonces Judas, se llevó con él a la cohorte y los servidores de los príncipes de los sacerdotes y de los fariseos, y llegaron allí con linternas, antorchas y armas.
Jesús, que sabía todo lo que le iba a ocurrir, se adelantó y les dijo:—¿A quién buscáis?
—A Jesús el Nazareno —le respondieron.
Jesús les contestó:
—Yo soy.
Judas, el que le iba a entregar, estaba con ellos. Cuando les dijo: “Yo soy”, se echaron hacia atrás y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo:
—¿A quién buscáis?
—A Jesús el Nazareno —respondieron ellos.
Jesús contestó:
—Os he dicho que yo soy; si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.
Así se cumplió la palabra que había dicho: “No he perdido a ninguno de los que me diste”.
Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó, hirió al criado del su-mo sacerdote y le cortó la oreja derecha. El criado se llamaba Malco. Je-sús le dijo a Pedro:
—Envaina tu espada. ¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado?
Entonces la cohorte, el tribuno y los servidores de los judíos prendie-ron a Jesús y le ataron.
Y le condujeron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, su-mo sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: “Conviene que un hombre muera por el pueblo”.
Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era co-nocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el atrio del sumo sacer-dote. Pedro, sin embargo, estaba fuera, en la puerta. Salió entonces el otro discípulo que era conocido del sumo sacerdote, habló con la portera e introdujo a Pedro. La muchacha portera le dijo a Pedro:
—¿No eres también tú de los discípulos de este hombre?
—No lo soy —respondió él.
Estaban allí los criados y los servidores, que habían hecho fuego, porque hacía frío, y se calentaban. Pedro también estaba con ellos calen-tándose.
El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina.
Acabaste la cena y el discurso. Y saliste, Señor, con “los tuyos” hacia el huerto de los Olivos. Era de noche. Un silencio profundo, envuelto en grandes emociones, lo llenaba todo. Los pasos temblorosos, cortos, se hacían interminables. Alguna “piedra” rodaba por el camino. El viento dormía asustado. Todo era silencio. Y Tú, Señor, caminabas orante al huerto de la oración.
Mientras, el traidor estaba maquinando la entrega. Últimos re-ajustes y últimas precauciones. Al fin, por el mismo camino que hace un rato transitó la bondad, caminaba ahora la traición. Todos enloquecidos portando teas encendidas y corazones encabritados. Avanzaban con pasos recios y pensamientos horrendos. Y entre la bondad y la maldad, el misterio.
Mientras, Tú, Señor, en esos mismos instantes, sudabas sangre y amor. Los discípulos dormían, cansados por las emociones y la pena. Hasta el cielo parece se había apretado junto a tu frente y la maldad había sido triturada como un racimo en Ti mismo; y de tu alma, Señor, brotaban, a chorros, perdón y misericordia.
Al rato, un grupo de hombres, como locos se acercan hasta Ti bondad infinita, para enfrentarse a los proyectos divinos. Y el silencio, sólo roto por el miedo y la angustia, espera una respuesta maravillosa a una pregunta traicionera: ¿Jesús Nazareno? Yo soy.
Lo mismo que tu Padre Dios dijo a Moisés en la grandiosidad del monte: “yo soy” os habla; Tú Señor, dices ahora, a los traidores: “yo soy” se entrega; y por amor te dejaste apresar, condenar y matar.
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