SÁBADO
San Mateo 10, 24-33
»No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su señor. Al discípulo le basta llegar a ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su misma casa. No les tengáis miedo, porque nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno. ¿No se vende un par de pajarillos por un as? Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Por tanto, no tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos.
»A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los Cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los Cielos.
Es posible que de entre tus discípulos, después de escuchar las anteriores instrucciones, alguno comenzara a preguntarse por qué habían de suceder estas cosas ahora, y por qué les había de suceder a ellos. En realidad, todos estaban dispuestos a cumplir su misión, pero todo aquello era misterioso, extraño.
Tú, Señor, con gran compresión y no menos piedad, les aclaraste la cuestión: no está el discípulo —les dijiste— por encima del maestro, ni el siervo por encima de su señor. Al discípulo le basta imitar a su maestro; y al siervo le sobra con parecerse a su amo.
Y entonces, poniéndote de pie y llamando la atención hacia tu persona, les dijiste: Si a Mí me han llamado Beelzebul, qué no os llamarán a vosotros; si a Mí me condenaron a muerte, qué extraño os condenen a vosotros. Recordadlo bien: Os llamarán de todo, pero fuera el miedo, fuera el temor; porque todo llegará a saberse, porque todo, en su día, quedará al descubierto. A vosotros, igual que a Mí, os corresponde cumplir la voluntad de Dios y predicar la Buena Nueva.
Luego, Señor, hablaste a “los tuyos” del alma y del cuerpo, de los pajarillos, de los cabellos de la cabeza, de la providencia divina; y terminaste tu intervención con estas alentadoras palabras: a todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos”. Y otras más: “al que me niegue, yo le negaré.
Al final llegó el silencio. Cada uno se dirigió a su casa. Aquella noche, Señor, es posible que tus discípulos soñaran con espadas y cárceles, con coronas de triunfo y rincones de cielo. Nosotros, ahora, después de veinte siglos, escuchamos tus consejos, reflexionamos sobre ellos, y procuramos entenderlos.
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