domingo, 3 de octubre de 2010


BUEN SAMARITANO

VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T. O.

LUNES
SAN LUCAS 10, 25-37

CON UN SOLO GOLPE DE CLIK

Entonces un doctor de la Ley se levantó y dijo para tentarle:
—Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?
Él le contestó:
—¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?
Y éste le respondió:
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.
Y le dijo:
—Has respondido bien: haz esto y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse, le dijo a Jesús:
—¿Y quién es mi prójimo?
Entonces Jesús, tomando la palabra, dijo:
—Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote; y, viéndole, pasó de largo. Igualmente, un levi-ta, llegó cerca de aquel lugar, al verlo, pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje se llegó hasta él, y al verlo, se llenó de compasión. Se acercó y lo vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta”. ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los salteadores?
Él le dijo:
—El que tuvo misericordia con él.
Pues anda, le dijo Jesús, y haz tú lo mismo.

No todas las preguntas que te formulaban estaban llenas de buena intención, de deseo de saber, de ganas de conocer, de anhelo por vivir mejor. A veces, las preguntas encerraban una trampa, pretendían ponerte a prueba, tentarte. Es el caso de aquella pregunta de un doctor de la Ley: ¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Pregunta al parecer inocente, ingenua, inofensiva, pero llena de segundas intenciones. Tal vez, por eso Tú, Señor, le contestaste con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?

Y el doctor se lució: repitió la letra de la Ley. Y Tú le dijiste que bien. Así que ahora, ¡hala! a vivir esas normas. Y el doctor insistió: ¿pero quién es mi prójimo? Y Tú, lleno de amor, soltaste la bonita parábola que acabamos de leer más arriba. Ahora sólo quiero recalcar algunas palabras.

Un hombre: ¿Quién era ese hombre, Señor? Oigo que me dices: ese hombre eres Tú, es tu vecino; el que se cruza contigo por la calle; el que te adelanta a gran velocidad por la derecha, el viejo que se apoya en un bastón; el joven que cruza a tu lado velozmente; el guardia de circulación; el portero del trece; el viejo que vende castañas, el clérigo que perdona pecados; el cartero y el alguacil; el directo de orquesta y el peregrino a Santiago.

Y los que se cruzaron con el hombre ¿quiénes eran? Te oigo, Señor, que me dices: era el hortelano, el vendedor de billetes, el tendero, el clérigo, el militar, el emigrante, el nativo. Eran los demás hombres, los otros; todos nosotros que vamos y venimos por los corredores del mundo y nos tropezamos con la miseria y la necesidad, la pena y la tristeza.

Y el prójimo, ¿quien es? El que tiene misericordia y cede el paso al anciano, atiende al cargante, socorre al herido, tutea al charlatán, da tiempo al solitario, sueño al enfermo, piedad al abandonado. Ese es el prójimo.

Y al que preguntó le dijiste:

Pues anda y haz tú lo mismo. También yo debo hacer lo mismo, y el que vive en el tercero; y el que reparte gasolina; y el torero, y el sacristán, y el mozo del bar y el anciano del ático. Todos debemos ser buenos samaritanos, como Tú, Señor.

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