GLORIA LA PADRE, AL HIJO
Y AL ESPÍRITU SANTO
Texto íntegro de la homilía del Papa Francisco en la Misa en la Solemnidad de Pentecostés
Queridos hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y revivimos en la
liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la
Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén
para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a
nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San
Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11).
El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde
están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es
el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla
fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que
se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y
lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no
sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón.
Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su
fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras
lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a
una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda
admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos
experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra
lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo
reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu:
novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos
da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo
bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos
nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede
también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto
punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que
el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos
miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes
con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero,
en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad
- Dios ofrece siempre novedad -, trasforma y pide confianza total en Él: Noé,
del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra,
aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y
conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el
cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por
la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede
con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo
que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la
verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien.
Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos
encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a
recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos
atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de
respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo,
aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de
carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza,
porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa
uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En
la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene
una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la
armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad
y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los
que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en
nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que
queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por
imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos
guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan
conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la
Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un
especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la
eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada
comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me
lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos
aventuramos a ir más allá (proagon)
de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda
lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo
(cf. 2Jn 1,9). Así,
pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando
todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la
Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos
decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento
que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son
los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El
Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda
del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada
en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar
testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del
encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén
hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros,
que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de
Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don
por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue
a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al
Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito,
el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando
el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las
periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si
tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si
dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas
tres palabras: novedad, armonía, misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la
Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu
Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de
la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su
nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el
corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.
1 comentario:
Gracias D Joesemaria por darnos a conocer la Misa de Pentecostes
muchas gracias por tanto detalle
su feligresa
meme
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